Del oro maldito y la niña enferma: el milagro de San Germán en la posada

En el año 530 Germán, obispo de Auxerre, llegó una noche a hospedarse en una posada de camino. Los dueños, una pareja piadosa, lo recibieron con hospitalidad, aunque se notaba en sus rostros una preocupación silenciosa. Al poco de instalarse, el santo se enteró de que tenían una hija gravemente enferma. Lo extraño era que la enfermedad parecía seguir un patrón incomprensible: durante el día, la muchacha se recuperaba, su fiebre bajaba, su ánimo mejoraba… pero al llegar la noche, su estado empeoraba sin explicación.

Los padres rezaban fervorosamente durante el día, y muchos aseguraban que ángeles venían a consolar y sanar a la joven. Pero de noche, algo diferente ocurría.

Aquella misma noche, mientras San Germán cenaba, notó que los sirvientes comenzaban a preparar la mesa de nuevo, como si esperaran nuevos invitados. Intrigado, preguntó:

—¿Para quién se pone otra vez la mesa a estas horas?

Uno de los sirvientes, con cierta normalidad, respondió:

—Para los buenos señores que vienen por la noche. Siempre vienen, comen y dejan dinero.

San Germán, sospechando algo más profundo, decidió mantenerse despierto. Se ocultó en la sala junto a algunos de la familia y esperaron en silencio. Pasada la medianoche, comenzaron a llegar silenciosamente hombres y mujeres que se sentaban en la mesa como si fueran huéspedes habituales. Tenían rostros amables, conocidos; algunos incluso parecían vecinos del pueblo. Comieron, bebieron y, como era costumbre, dejaron monedas brillantes sobre la mesa.

Entonces el santo se levantó y los confrontó con voz firme:

—¿Quiénes son ustedes realmente?


Los visitantes intentaron retirarse, pero San Germán conjuró en el nombre de Dios y les ordenó quedarse. Al hacerlo, la verdad se reveló: aquellos no eran seres humanos, sino demonios disfrazados. El oro que dejaban se transformó en polvo, y con ello quedó claro por qué la hija enfermaba al amanecer: los demonios la visitaban cada noche, y a cambio de su salud, dejaban riqueza ilusoria.


A la mañana siguiente, San Germán recorrió el pueblo junto a los padres y verificaron que las personas cuyos rostros habían visto entre los visitantes estaban en sus casas, dormidas e inocentes. Los demonios simplemente habían tomado su forma.

Desde aquel día, San Germán se quedó en la posada, orando día y noche, hasta que la hija fue completamente liberada. Los demonios no volvieron, y la familia comprendió que ninguna riqueza vale más que la pureza del alma y la luz de la verdad.


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