"El Emperador y la Sombra de la Crueldad: Un Retrato del Poder en la Antigua Roma

Año 305.Lactancio: «Habiendo los dos ancianos (Diocleciano y Maximiano Hercúleo) abdicado el imperio y viéndose Maximiano Galerio exclusivamente en posesión del poder soberano, se aplicó por completo a oprimir a la humanidad, de la que acababa de ser declarado señor... ¿Hablaré de sus ordinarias diversiones? Cuando tenía ganas de divertirse o de pasar algunas horas agradables, designaba a una persona que fuera arrojada a los osos que tenía reservados para tal efecto, los cuales se tragaban, más que comían, al desgraciado. Por lo que a él toca, se reía de todo corazón al ver tan fácilmente desgarrado el cuerpo de la miserable víctima.» Y esto sucedía con mucha frecuencia, y no como Dodwell dice en las funciones solemnes de teatro y circo, pues nunca se sentaba a la mesa sin que antes hubiese sido regada con sangre humana. «Consideraba como una gracia, o por lo menos como una pena demasiado leve, el destierro, la prisión y las minas; para satisfacer plenamente su crueldad necesitaba cruces, hogueras, leones y osos.»

Respecto de las hogueras, prosigue Lactancio, he aquí de qué manera las empleaba para saciar su rabia contra los cristianos: «Después de haber atado al mártir, le hacían poner sus pies sobre las llamas, que, elevándose contra la planta de cada pie, desprendían poco a poco la carne hasta dejar en descubierto los huesos. En seguida aplicaban a cada miembro hachas y teas encendidas, de manera que no quedara ningún miembro sin ser abrasado al mismo tiempo, y temiendo que el mártir exhalara demasiado pronto el espíritu por el extremo ardor que tanto fuego debía encender en sus venas, le echaban agua al rostro y le obligaban a beber algunas gotas que pudieran templar el excesivo ardor que sufría y hacer durar algún tiempo más la diversión del emperador. Pero cuando la carne del mártir, disecándose, empezaba a entreabrirse como una tierra quemada por el sol, entonces dejaban que la llama penetrara hasta las entrañas, y, terminando la vida del que padecía, se terminaba también la diversión de Maximiano. Finalmente, reducían el cadáver a cenizas y las arrojaban al río o al mar.»

MAXIMINO GALERIO, creado césar por Maximiano y que luego se apoderó de la púrpura, no se distinguió menos que sus colegas por su crueldad. Lactancio dice en el capítulo XIX que escogió el Oriente para servir de teatro a su furor. Eusebio refiere en detalle los tormentos que empleaba contra los cristianos: «Quemar lentamente; introducir clavos en la carne; arrojar a las fieras; precipitar al mar; amputar los miembros; arrancar los ojos; mutilar todo el cuerpo; tales eran los ensayos de crueldad de Maximino, sin olvidarse por eso de las cadenas, el hambre y las minas. Sin embargo, viose obligado a disimular por causa de Constantino, cuyas cartas amenazadoras le hacían suspender la ejecución de sus negros proyectos; no obstante, cuando algún cristiano caía entre sus manos, lo hacía ahogar en secreto durante la noche.» Eusebio refiere en buen estilo y con mucha amplitud las astucias y engaños de que se valía aquel príncipe para perder a los cristianos. «Se sirvió para este objeto del ministerio de un famoso impostor de Antioquía, el cual fingió haber recibido del cielo un oráculo inventado por él, según el cual le decía ser voluntad de Júpiter que todos los cristianos fueran expulsados del territorio de aquella ciudad: los magistrados de las demás poblaciones de Asia siguieron el ejemplo de la capital. Maximino puso en juego toda clase de recursos a fin de obligar a los particulares, lo mismo que a las personas públicas, a declararse contra los fieles. A unos y a otros les hizo comprender que ningún servicio más agradable podían hacerle que no dar cuartel a los cristianos, y que este era el camino más seguro y más breve de conseguir las gracias que le pidieran.» Supusieron falsas actas de Jesucristo, que contenían lo que, según sus suposiciones, había pasado entre él y Pilatos.

Aunque en realidad hubo algunos momentos de tregua, en las provincias de Occidente sufrieron únicamente dos años el furor de la persecución, y luego gozaron de una paz profunda desde la división del Imperio en el año 305. Así que Dodwel no merece crédito alguno cuando intenta convencernos de que no solo las Galias y España, sino también una parte de África, no sufrieron ningún atentado. Él supone que el edicto publicado por Maximiano Hercúleo en África estaba redactado en términos mucho más benignos que los edictos de sus colegas, con modificaciones que ellos no tenían, ya que no se decretaban castigos sino solo contra los cristianos que se reunían para celebrar los santos misterios, o que no querían entregar los libros de las Sagradas Escrituras.


Para desvanecer esas suposiciones de Dodwel, no queremos aducir más testimonio que el autor de las Actas de los santos Saturnino, etc., del que él se prevalece, y que solo se contenta con citarlo para apoyar su opinión. Este autor dice en términos formales que el edicto que fue ampliado a África había sido hecho y redactado por los Emperadores romanos y Césares. En la sección 5 se lee: «Los que contraviniendo al edicto de los Emperadores se reunieren...», y esas mismas palabras se repiten en las Actas. Las de San Félix, obispo de Tibiura, en África, se expresan del mismo modo, diciendo: «Se publicó un edicto de los Emperadores y Césares...»

Pero al final, los cristianos no perecían todos de la misma manera, ya fuera porque los mataban por ser cristianos o por haber asistido a las reuniones de la Iglesia, o por cualquier otro motivo. ¿Dejaban por eso de perder la vida? A esas argumentaciones de Dodwel se podría contestar con las mismas palabras del autor que pretende serle tan favorable. «¡Oh impertinente cuestión! ¡Oh pregunta ridícula!», decía un Santo Mártir al tirano que le interrogaba. «No se trata, según decís, de saber si soy cristiano, sino si he asistido a la reunión de los fieles, como si pudiera celebrar el Domingo sin ser cristiano, o ser cristiano sin celebrar el Domingo. Sabed que no hay cristianismo sin esa solemnidad, y que ésta no puede a su vez ser celebrada fuera del cristianismo.»

 Ese elocuente obispo de Mileto, después de comparar la persecución que Diocleciano ya Maximiano habían desatado en África con un oso hambriento, concluye diciendo: «Vieronse aquellos jueces impíos que declararon sangrienta guerra a todos los que tenían el nombre de cristianos... A unos se les obligaba a destruir las iglesias que habían edificado al Dios vivo, y a otros a negar a Jesucristo; a éstos, a quemar con sus propias manos el Evangelio y las leyes divinas, y a aquellos, a ofrecer incienso a los ídolos...»

Al hablar de Floro, procónsul de Numidia, se expresa en los términos siguientes: «Los fieles, bajo el gobierno del tirano Floro, eran arrastrados a los templos de los falsos dioses...» Por lo demás, se cuida de marcar exactamente el tiempo de esta persecución, diciendo: «Habrá unos sesenta años que la persecución de que hablo asoló como una furiosa tempestad todo el África; perecieron muchos fieles, mereciendo unos la corona del martirio, y otros no alcanzando más que la de confesor; hubo algunos que no alcanzaron más que una muerte funesta.» El mismo Optato es testigo de que esa persecución duró hasta el año 311, cuando Severo César fue muerto. «Dios mandó a las olas calmarse y la tempestad se apaciguó.» Maxencio dio paz a la Iglesia de África; la de Italia la gozaba ya, si es que un tirano como Maxencio pudo dar la paz. Maximiano Hercúleo volvió entonces mismo a la púrpura por solicitud de Maxencio; habiéndose hecho simple particular, de César que era, tornó a hacerse de nuevo un simple particular y público perseguidor.

Dodwel no se contenta con haber eximido a África de la persecución; quiere eximir también a España, y para eso la coloca entre las provincias que tocaron en suerte a Constantino, basándose en que Víctor no dijo que hubiese sido sometida a ninguno de los otros emperadores; pero Víctor tampoco dice que lo hubiera sido a Constantino, y, en cambio, Lactancio dice terminantemente que obedecía a Maximiano Hercúleo. Es extraño que Dodwel no haya observado este hecho o que lo haya disimulado. Él mismo asegura, así como anteriormente lo hemos observado, que toda la tierra, desde el Oriente hasta el Occidente, gemía bajo la cruel opresión de tres carnívoras fieras, exceptuando únicamente las Galias. Los donatistas, según refiere Optato, solo exceptúan las Galias, lo cual les hizo pedir jueces sacados de aquellas provincias.

Añádase a esto algunos cánones del concilio de Elvira, por lo tocante a los que cayeron durante la persecución, y la confesión que por entonces se cree hizo Osio el Grande. Todo esto demuestra evidentemente que la persecución no había eximido a España.


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