vio en un campo extenso una innumerable multitud de ángeles formados en escuadrones


Servía a Don Pedro de Luna, primer Conde de Morata y Virrey de Aragón, un caballero devoto de San Miguel, pero vicioso y disoluto. El Señor lo visitó con una peligrosísima enfermedad y, aunque sabía que estaba muriendo, no podían persuadirlo de confesarse, pues sus grandes pecados le hacían desconfiar de la misericordia de Dios.

Recordó entonces a San Miguel, y el arcángel también se acordó de él. Apareciéndose al enfermo, lo animó a confiar en la misericordia del Señor, diciéndole que Dios, por su intercesión, le había concedido tres horas para confesarse y arrepentirse de sus culpas. No contento con este favor, el mismo arcángel fue al Convento de Santo Domingo a pedir un sacerdote. Con él, el enfermo se confesó entre muchas lágrimas y profundo dolor por sus pecados, narrando el favor que había recibido de San Miguel. Al final de las tres horas, expiró, dejando a todos con la seguridad de su salvación.

Dejando otros casos, concluyo con la visión que tuvo Frontonio Anacoreta, relatada por el Patriarca de Jerusalén y recogida por Vasconcelos en la primera parte de su Tratado del Ángel de la Guarda.

Frontonio, por la gran devoción que tenía a San Miguel, deseaba saber qué preeminencia y superioridad tenía este glorioso arcángel sobre los demás ángeles. Un día, mientras oraba con fervor, vio en un campo extenso una innumerable multitud de ángeles formados en escuadrones con gran orden y concierto.

En medio de ellos había muchos príncipes angélicos que rodeaban a uno que sobresalía por su autoridad y majestad. Llevaba una riquísima corona en la cabeza y una preciosísima cruz en la mano. Delante de él, un príncipe del coro de las Virtudes sostenía una espada resplandeciente, y cada vez que le hablaba, bajaba los ojos a la tierra; al despedirse, hacía una profunda reverencia.

Frontonio, deseando saber quién era aquel que parecía el rey de todos los demás, preguntó a uno de los ángeles, quien respondió:
— Aquel es San Miguel, nuestro príncipe, gobernador y presidente de vuestros juicios al final de la vida. Nosotros le rendimos tanta reverencia porque es amado por Dios por encima de todos los demás.

Frontonio preguntó entonces si podría hablarle, dada la gran devoción que siempre le había tenido. El ángel respondió que llevaría su mensaje.

San Miguel, al saberlo, mandó que se acercara. Cuando el solitario quiso arrojarse a sus pies, no se lo permitió; en cambio, lo abrazó con muestras de cariño y le dio el ósculo de paz. Luego le dijo:
— Lo que deseas saber no lo podrás entender perfectamente en esta vida, pero lo comprenderás tal día (que le señaló), cuando yo, con toda esta compañía celestial, vendré a tu celda para llevarte a la bienaventuranza. Allí verás y entenderás la honra y gloria que el Señor me ha dado, y yo te daré las gracias por los servicios y la devoción que me has mostrado.

— Sabe que Dios estima mucho los servicios que me hacen a mí y a mis ángeles, y me ha concedido esta particular merced: a quienes me tienen amor y devoción en vida, puedo favorecerlos y asistirlos en la hora de su muerte, como tú lo experimentarás.

Con estas palabras, desapareció la visión.


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