Dios mostró a la virgen Ludgarda cómo el hombre está compuesto de cuerpo y alma, y la lucha constante entre ambos. Le reveló cuán admirable es el diseño de esta composición, representado en las historias de Caín y Abel, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, David y Saúl, Judit y Holofernes, San Pedro y Simón el Mago. Cuando el alma domina al cuerpo, se convierte en morada de Dios; pero cuando el cuerpo prevalece, el espíritu es ahogado y oprimido.
La ignorancia entró en el hombre a causa del pecado. Por esto, la humanidad es comparada al ciego al que Cristo iluminó cuando le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?" Y él respondió: "Señor, haz que vea." El hombre cayó en una gran oscuridad, olvidando a su Creador y adorando a las criaturas que Dios le dio para su uso y servicio.
Es importante señalar que esta ceguera también nace de las pasiones y deseos del hombre. Según se encuentre inclinado o disgustado por algo, juzga las cosas de forma distinta. Cuando no está dominado por pasiones, entiende correctamente que no se debe hacer daño al prójimo, a quien debemos amar como a nosotros mismos, ni quitarle sus bienes, su hija o su esposa. Pero cuando lo domina la ira o la codicia, juzga de manera contraria. Esto es lo que dijo el filósofo: "Tal como es cada uno, así juzga las cosas." Y el sabio afirmó: "La inconstancia de la codicia perturba el juicio y hace ver las cosas de forma equivocada, porque lo que puede parecer correcto en un estado de ánimo, resulta equivocado en otro."
De esta ceguera nacieron las herejías en los hombres. Algunos, movidos por la ira o el deseo de venganza; otros, por envidia, orgullo o ambición, se alejaron de la verdad divina. Esto lo vemos en Ario, Lutero y otros, cuyas primeras motivaciones fueron impulsadas por pasiones humanas.
Una ceguera aún más extraña fue la de aquellos que, apegados a sus dioses carnales, atribuían los milagros de los mártires al arte de la magia. Esto se debía, primero, a la falta de luz divina que les permitiera comprender; segundo, a la devoción desmedida hacia sus falsos dioses; y tercero, al temor de perder su honor y sus comodidades temporales al aceptar a los mártires y sus virtudes superiores.
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