La Limpieza del Alma y el Camino hacia Dios



Hermanos y hermanas en Cristo,

Hoy reflexionamos sobre la importancia de la pureza en nuestra vida espiritual, una pureza que es necesaria para acercarnos a Dios y vivir en Su presencia. La limpieza del alma no es un proceso superficial, sino un camino profundo que debemos recorrer con fe y dedicación. Como nos enseña San Pablo, Cristo limpia nuestras almas mediante el bautismo y Su palabra. Esta limpieza no es solo una acción externa, sino que purifica nuestro ser más íntimo, nuestro corazón y nuestra mente.


La primera limpieza que se nos da es la del bautismo, que limpia nuestras almas del pecado original. Cristo, en Su gran misericordia, purifica nuestras vidas al hacernos parte de Su Cuerpo, la Iglesia. El bautismo es el primer paso hacia la santidad, y mediante este sacramento, comenzamos nuestro camino de purificación. Pero no basta con recibir este sacramento una vez; debemos vivir de acuerdo con él, permitiendo que la palabra de Dios nos transforme cada día.


El apóstol San Pablo nos enseña que debemos mantener nuestro corazón y nuestra vida limpios para honrar a Dios. Esta limpieza no es solo exterior, sino que afecta nuestras inclinaciones y pasiones. Muchas veces, los vicios y las malas inclinaciones nos desvían del camino de Dios, pero con la penitencia, la mortificación y el esfuerzo diario, podemos superar esos obstáculos y vivir de manera que glorifiquemos a Dios con nuestras vidas.


Bienaventurados aquellos que siempre guardan sus vestiduras limpias, pues, como nos dice el Apocalipsis, son aquellos que han luchado contra las pasiones y se han mantenido firmes en su fe. Estas vestiduras limpias son símbolo de la pureza que debemos alcanzar, no solo en nuestros actos externos, sino en nuestro interior. La limpieza del alma requiere, además, un trabajo constante de oración, de penitencia, y de mortificación, que nos permita alejar las distracciones y los pensamientos inútiles que nos alejan de Dios.


La sexta limpieza es aquella que viene a través de la devota oración, que no solo apaga los deseos y pasiones desordenadas, sino que también elimina las distracciones y pensamientos innecesarios que impiden que nuestra mente y corazón estén totalmente concentrados en Dios. La oración es el medio por el cual podemos purificar nuestra alma, abriéndola a la gracia divina.


Además, en la ley evangélica encontramos una séptima forma de purificación, que es la limpieza del corazón. El Evangelio nos enseña que nadie verá a Dios si no tiene un corazón limpio, porque como dice San Juan, "Ninguna cosa manchada entrará en el Reino de Dios". Esta pureza es el fin último de nuestra vida cristiana. Cristo, a través de Su sacrificio en la cruz, nos ha dado la oportunidad de alcanzar esa pureza, ya que, como los mártires que lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero, podemos ser purificados de todo pecado.


Hermanos, esta limpieza perfecta y sin mancha es la que Cristo quiere para Su esposa, la Iglesia, y es el ideal al que debemos aspirar. Aunque en esta tierra nunca podremos alcanzar una pureza total, debemos conocer este fin y trabajar hacia él con la gracia de Dios. La limpieza perfecta se encuentra en el cielo, pero es necesario desearla y luchar por ella en nuestra vida diaria.


El Abad Teodoro nos enseñó que así como el ojo debe estar limpio para ver, el corazón también debe estar limpio para ver a Dios. La limpieza de nuestro corazón es nuestra doctrina, y quien desee entender la ciencia de las Sagradas Escrituras, debe purificar su alma de las pasiones y así podrá alcanzar el verdadero entendimiento de la palabra de Dios.


Hermanos, el camino hacia la pureza no es fácil, pero es necesario. Debemos ser diligentes en nuestra oración, en la penitencia, y en la mortificación de nuestros deseos desordenados. Si deseamos ver a Dios, debemos esforzarnos por mantener nuestros corazones puros. La pureza del alma es el requisito fundamental para vivir plenamente en la presencia de Dios, y solo con Su ayuda podemos alcanzarla.


Que Dios nos conceda la gracia de limpiar nuestras almas, para que, al final de nuestra vida, podamos ver a Dios cara a cara y disfrutar de Su glor

ia eternamente. Amén.


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