Haciendo un obispo misión en cierto lugar del arzobispado de Toledo, llegó a confesarse una mujer que, en opinión de todo el pueblo, era tenida, como después supe, por gran sierva de nuestro Señor, por la mucha frecuencia de sacramentos y limosnas en que se empleaba. Díjome, deshecha en lágrimas: "Padre, a sus pies tiene la mayor pecadora del mundo, y sepa que la Virgen santísima le ha traído para mi remedio. Yo hace treinta años que no me confieso, no acertaba a pasar adelante de puras lágrimas."
"No se desconsuele, señora", le dije, "que quien la ha aguardado esos treinta años hasta este punto, señal es de que quiere darle mucha gracia para que haga una confesión que valga, por treinta, y trescientas de treinta años; y quizá en menos tiempo del que piensa, quedará a su satisfacción confesada. Dígame lo primero, ¿qué es lo que la ha estorbado confesarse en tanto tiempo?"
"Sí me he confesado, padre", respondió, "pero como vuestra paternidad dijo en el sermón, que los que se confiesan mal es como si no se confesasen, y peor digo que no me he confesado en treinta años, porque tantos habrá que me confieso mal, cayendo siempre en un gran pecado."
Aquí volvió a anudársele la voz con lágrimas. "Alíentese", le dije, "no tiene que tener empacho de nada; bien ve que yo no la conozco, y aunque la conociera, conozco mejor la fragilidad humana y las grandes entrañas de aquel buen Dios, que en nada se embaraza, ni quiere que nos embaracemos nosotros. He oído mayores pecados que me podrá decir, y hecho Dios para perdonarlos; y ha hecho el gasto de su preciosa sangre para infinitos más. Diga lo que le da pena, verá cómo ni la tierra se abre, ni el cielo se cae, ni es tanto como le parece."
"¡Ay, padre, que es un gran pecado, no tengo palabras con qué decirlo!" Fui a nombrarle algunos pecados para quitarle el empacho: "¿Será esto?"
"No, padre."
Nombré casi cuantas especies podían ocurrir en tales circunstancias, y a todas decía: "No, padre, otra cosa mayor... ¿alguna herejía?"
"Sí, padre, y muy grande."
"¿De pensamiento, o de palabra o de obra?" (que hay algunos pecados, que aunque son solo en materia de lujuria, los tienen por herejía de obra muchas de estas personas inocentes).
"De pensamiento fue", me respondió. "¿Fue algún pensamiento contra Dios?"
"Sí, padre, y muy malo, que no acierto a decirle.
"No hace falta explicarlo más", le dije. "¡Oh, padre, que era una cosa muy sucia!"
"Basta, que ya está entendido." Y es así que semejantes pensamientos basta apuntarlos de este modo por la decencia, y porque así se explica bastante la especie a la que pertenecen, aunque no se declare lo particular de la materia, que es lo que solo suele causar horror al explicarse y no es menester para la confesión.
Pero al paso que le decía que no era menester más, añadía modos de explicarse con más claridad que era menester. Preguntéle si le había causado mucha pena y horror cuando se le ofreció ese pensamiento.
"¡Oh, padre! Qué memoria de horror de pensar tal cosa, y de pena de no poder desechar de mi mente tan mal pensamiento."
"Pues si le dio tanta pena entonces, no tenía que darla pena después, sino gran consuelo y agradecimiento a nuestro Señor, porque le dio gracia para tener esa pena en ese pensamiento y merecer tanto en su resistencia. Sepa, señora, que los pensamientos que dan pena cuando vienen por su horror y resistencia de la voluntad, después no deben dar pena, pues es señal de que no se consintieron. Ese pensamiento no tenía que darle pena después, ni causarle empacho, ni era menester confesarlo, porque no fue pecado, sino ocasión de mucho merecimiento."
"¿Qué dice, padre?"
Se le abrió el cielo a la buena señora, empezó a respirar: "¿Qué, no ofendí a Dios en aquel pensamiento?"
"No, señora, sino que le agradó mucho."
"Pues, padre, yo lo había tenido por gravísimo pecado y herejía, y me causó tal empacho que no me atrevía a confesarlo, ya por no perder con el confesor, ya por temer que no me podía absolver sin descubrirme a la inquisición."
"Ahí verá", le dije, "la tiranía y engaño de Satanás, de que Dios la ha sacado; pues, aun cuando fuese caso gravísimo de inquisición, no puede el confesor descubrirle, ni a la inquisición, ni al papa, ni a nadie por caso alguno, y yo me dejaría abrasar antes que descubrirle."
"Al fin, señora, ese pensamiento no fue pecado; pero ¿en cuántas confesiones le dejaba entender que era pecado y que tenía obligación de confesarlo?"
"En todas las de mi vida", respondió, "desde la edad de dieciocho años hasta ahora que hacen treinta años. Siempre tenía esta espina atravesada en mi corazón, y nunca me resolví a declararme, hasta que viniendo hace cinco años otros padres con otros jubileos como estos, y que traían gran poder para absolver, y ponían muy fácil la confesión, me alenté a confesarme para no ser yo escarmiento de otras, como una mujer que oí a los padres en un ejemplo; pero como el empacho era tan grande, lo fui dilatando cuanto pude hasta el fin de la misión, y en castigo de esta tardanza permitió Dios que el último día, que estaba en confesarme y comulgar para los santos jubileos, sin acordarme bebí un poco de agua, con lo que no pudiendo ya comulgar, y habiendo mucha prisa de confesiones, dejé de confesarme aquel día; y para el siguiente que quise, ya se habían ido los padres. Quedé tristísima, no me atreví a confesar con otro, me acogí a la Reina de los Ángeles, que ha sido siempre mi señora y abogada, y le prometí rezar todas las noches de rodillas su rosario, y ayunar sus vigilias y todos los sábados a pan y agua porque me guardase la vida hasta que volviese a ver a los padres de la misión, y así lo ha hecho su divina Majestad mejor que yo lo merecía, por lo cual le doy infinitas gracias."
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