San Francisco y el Don Celestial del Perdón

 Se cuenta que un día, San Francisco se encontraba en oración fervorosa, con el alma completamente elevada hacia el Cielo. En aquel recogimiento, ofreció a Dios doce rosas blancas y muchas más de color rojo, símbolo de su pureza y amor ardiente. Luego, acompañado de Espíritus bienaventurados que formaban una alfombra celestial de un lado y otro del sendero, cubierto con ricos paños de terciopelo, emprendió el camino místico hacia el altar mayor, donde le aguardaba su divino Maestro, Nuestro Señor Jesucristo, en compañía de la Santísima Virgen María y toda su corte celestial.

Al llegar a la Capilla, Francisco se arrodilló ante el Señor y, con humilde reverencia, le dirigió estas palabras:

—Su Sagrada Majestad, a quien los Cielos y la Tierra rinden legítimo homenaje, ya que ha tenido a bien concederme el favor de una indulgencia plenaria para este templo, le ruego, por las perfecciones divinas de su querida Madre, que nos indique usted mismo el día en que le plazca que la podamos ganar.

Nuestro Señor, con infinita dulzura, le respondió:

—Francisco, tu mérito me obliga a no negarte nada. Quiero todo lo que deseas, y para ello te asigno el primer día de agosto, desde las primeras vísperas hasta la puesta de sol del día siguiente, en el que mi Iglesia celebra la liberación de mi apóstol Pedro de la prisión de Herodes.

El santo, rebosante de gratitud, añadió aún con ternura:

—Pero dígame, Señor, ¿cómo sabrá el mundo de esto? ¿Y quién le obligará a creer semejante prodigio?

A lo que Jesucristo respondió:

—Déjame a mí ese cuidado. Regresa, no obstante, a mi Vicario en la Tierra, acompañado de algunos de tus Hermanos, testigos de esta aparición, y llévale algunas de estas rosas, pues sin duda él te concederá lo que le pidas.

De esta manera dulce, agradable y milagrosa, el Rey Soberano del Cielo otorgó a San Francisco la indulgencia conocida como el Perdón de Asís o la Indulgencia de la Porciúncula, una gracia tan excelsa y singular que jamás se ha escuchado otra semejante concedida a un simple hombre.

Este don celestial, al igual que la muy loable devoción del Rosario —propagada por San Domingo y su Orden—, muestra cuán generosa es la Madre de Dios con quienes la sirven con amor fiel y celo ardiente. Ella, como buena Señora, no deja sin recompensa a sus verdaderos servidores, sino que los colma de favores extraordinarios.

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