Umbelina y los Demonios de su Vestido

 

En el monasterio de Claraval, donde los siervos de Dios vivían en humildad y profunda quietud. Allí, los ecos de la soberbia jamás penetraban, pues cada alma buscaba la pureza lejos del bullicio mundano. Sin embargo, un día llegó Umbelina, hermana de Bernardo, vestida con galas resplandecientes, sus telas bordadas de oro brillaban como llamas al sol.



Bernardo, al enterarse de su llegada, se rehusó a recibirla. "Esto no es otra cosa que un lazo del demonio", dijo. Su hermano menor, Andrés, portero del monasterio, fue el único que la enfrentó. Al verla, sus ojos se clavaron en los adornos de su vestido, y de pronto, algo extraño ocurrió. Las flores bordadas comenzaron a moverse como si un viento invisible soplara dentro de la tela. Las perlas que engarzaban su cuello relucieron con un fulgor antinatural, y las sedas parecieron emitir un murmullo inquietante.



Andrés, horrorizado, dio un paso atrás. "¡Mujer! Tus galas no son ornamento, sino jaula de demonios", exclamó. Las palabras apenas salieron de su boca cuando del vestido comenzaron a emerger sombras informes, figuras demoníacas que se retorcían y reían con voces estridentes. De las mangas salieron pequeñas criaturas aladas con ojos rojos y garras afiladas. De la cola del vestido surgió una serpiente negra que siseaba, mientras las joyas se desprendían y caían al suelo, convirtiéndose en pequeños monstruos que se arrastraban.

Umbelina, aterrorizada, cayó de rodillas, cubierta aún por los jirones de aquel vestido maldito. "¡Oh desdichada de mí!", gritó entre lágrimas. "¿Es esto mi condena? ¿Acaso no vino Dios al mundo para redimir a los pecadores como yo?"

Andrés, manteniendo la calma, tomó una cruz que colgaba de su cuello y avanzó hacia ella. Alzándola, comenzó a recitar oraciones, y con cada palabra, las criaturas retrocedían, retorciéndose en agonía. Uno a uno, los demonios regresaron al vestido, que poco a poco se oscureció, convirtiéndose en una masa negra de cenizas que se deshizo al viento.

Umbelina quedó vestida con una simple túnica blanca, que había estado debajo de sus galas. Andrés la ayudó a levantarse y, mirándola con compasión, le dijo: "Dios vino para redimir a los humildes de corazón, no a quienes se esconden tras el velo de la vanidad. Ve y busca el perdón con sinceridad."

Desde ese día, Umbelina dedicó su vida al arrepentimiento y a servir a los más necesitados, llevando siempre consigo una lección: la verdadera belleza no proviene de lo que se porta, sino de la pureza del alma.


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