¡Oh Santo Dios eterno, lleno de bondad y misericordia! Ante tu presencia me postro con un corazón contrito, meditando en la gravedad del pecado que hiere tu santidad y desgarra el alma humana.
¿Qué es el pecado, Señor, sino una rebelión contra tu amor infinito, un monstruo terrible que nos aparta de tu gracia? Su nombre despierta en mí el horror del infierno y la tristeza de un corazón alejado de ti.
¡Oh Jesús amado!, yo reconozco con temor y temblor que el pecado no solo me ha llevado a una muerte espiritual, separándome de tu divina presencia, sino que también ha sembrado en mi vida dolores, sufrimientos y muerte temporal. Pero más aún, temo la muerte eterna, ese castigo inefable reservado para quienes permanecen atados a las cadenas del pecado.
Hoy vengo a ti, Redentor de mi alma, con un clamor sincero:
¡Perdona mis pecados, Señor! Líbrame de las garras de este verdugo que me arrebata la gracia, la paz y la esperanza. Por tu sacrificio en la cruz, rompe mis cadenas y limpia mi corazón.
Hazme entender la profundidad de tu amor y la enormidad de mi ofensa, para que nunca vuelva a apartarme de tu camino. Renueva mi espíritu, oh Dios piadoso, y dame la fortaleza para vivir conforme a tu santa voluntad.
Amén.
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