El Poder de la Caridad Divina Contra el Veneno de la Envidia"

Amados hermanos en Cristo, hoy quiero invitarles a reflexionar sobre la grandeza de la hermandad que nos une en el amor de Dios. Esta hermandad no es simplemente una relación humana o una amistad pasajera; es un vínculo divino que transforma nuestras vidas y multiplica nuestras riquezas, no solo materiales, sino espirituales. Como miembros del Cuerpo de Cristo, cada uno de nosotros ha recibido dones únicos que, al compartirlos, edifican a toda la comunidad.

San Pablo nos enseña que, así como los miembros del cuerpo tienen diversas funciones, pero todas trabajan en unidad, también nosotros debemos ofrecer nuestras habilidades, virtudes y bienes en beneficio de los demás. Desde el cocinero que alimenta a la comunidad, hasta el predicador que alimenta el alma, todos somos piezas necesarias de este hermoso edificio espiritual. ¿No es maravilloso, hermanos, saber que en esta comunidad todo lo que tenemos y somos puede servir al prójimo?

Cuando vivimos en verdadera comunión cristiana, algo extraordinario sucede: nuestras oraciones, virtudes y ejemplos se convierten en un tesoro común. Si uno cae, otro le extiende la mano; si uno está en necesidad, la abundancia de otro suple esa carencia. Esta caridad transforma nuestras debilidades individuales en fortalezas colectivas. Dios mismo, como miembro de esta divina cofradía, entra para amar, ser amado y compartir con nosotros sus infinitas riquezas.

En esta hermandad, no estamos solos. Somos parte de algo mucho mayor: una familia donde Cristo es el vínculo que une nuestras vidas y nuestras almas. Este parentesco divino nos llena de una riqueza que ni el oro ni la plata pueden comprar, porque está fundada en el amor de Dios.

Hay un enemigo que amenaza esta divina comunión: la envidia. Este vicio infernal siembra división y aparta a los hombres de la amistad con Dios y con el prójimo. De la envidia brotan el odio, los agravios y, a veces, hasta la muerte. Recordemos a Caín, cuya envidia lo llevó a alzar la mano contra su propio hermano. Pensemos en Saúl, que persiguió a David, y en Datán y Abirón, que se rebelaron contra Moisés.

San Agustín describe la envidia como el odio hacia la felicidad del prójimo: del superior, porque no se puede igualar; del igual, porque no se soporta la igualdad; y del inferior, porque se teme que llegue a superarnos. La envidia no solo envenena al que la siente, sino que también destruye la armonía de la comunidad.

El abad Piamón decía: "A quien muerda esta venenosa bestia, difícilmente podrá encontrar remedio". Pero recordemos que, aunque para nosotros sea imposible vencerla, para Dios todo es posible. Si nos entregamos a Él con humildad, Él puede sanar nuestro corazón y convertir la envidia en gratitud y alegría por el bien ajeno.

Conclusión: Vivamos en la riqueza del amor de Cristo

Hermanos, la hermandad cristiana nos llama a compartir nuestras riquezas, no solo materiales, sino también espirituales. Nos invita a ser generosos con nuestros dones, a apoyar al débil y a alegrarnos con las virtudes de los demás. En este compartir encontramos la verdadera felicidad, porque el amor, por su propia naturaleza, es comunicativo.

Pidamos al Señor que nos libre de la envidia y fortalezca nuestra caridad. Que nunca caigamos en la tentación de la división, sino que seamos dispensadores fieles de las gracias que hemos recibido. En esta divina amistad, Cristo está en medio de nosotros, transformándonos para que, al final de nuestros días, Él sea todo en todos.

Que esta verdad nos inspire a amar y servir más plenamente. Amén.


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