Eran ya muchas las noches en las que el viajero cruzaba la costa solitaria. El océano rugía bajo un cielo sin luna, y los acantilados parecían murmurar secretos antiguos. Dicen que nadie regresa de aquel camino, pero él, movido por la necesidad de llegar al otro lado, se aventuró sin dudarlo.
Cuando la medianoche cayó como un manto pesado, un sonido perturbador comenzó a flotar en el aire. Era un canto, suave al principio, como un susurro. Sin embargo, no tardó en hacerse más claro, más irresistible. Era una melodía tan hermosa que parecía tocar el alma misma, prometiéndole descanso, amor y olvido.
El hombre detuvo su paso, sintiendo que algo le llamaba desde los oscuros acantilados. Allí, apenas iluminadas por el tenue resplandor de las estrellas, estaban ellas: las Sirenas. Sus figuras eran de una belleza que helaba el alma, pero sus ojos no reflejaban vida, sino una profunda hambre. Con sonrisas seductoras y voces cargadas de dulzura, lo invitaron a acercarse al borde del abismo.
—Ven —cantaron al unísono—. Te daremos lo que el mundo te ha negado. Amor eterno, descanso... todo lo que desees.
El viajero sintió cómo sus pies comenzaban a moverse, como si la voluntad le abandonara. Cada paso lo acercaba al precipicio, donde el mar rugía con una furia imposible. Pero algo dentro de él, un destello de temor y fe, lo detuvo. Recordó las palabras de su abuela, una advertencia contra las fuerzas oscuras que buscaban destruir al alma desprevenida.
Con la última chispa de su voluntad, apretó con fuerza el pequeño crucifijo que llevaba en el cuello y gritó:
—¡Jesús, sálvame!
El canto se cortó abruptamente, como si una tormenta hubiera arrancado las notas del aire. Las Sirenas, sorprendidas y furiosas, dejaron caer sus máscaras de belleza. Sus rostros se torcieron en grotescas muecas, sus bocas se abrieron mostrando dientes afilados como cuchillas, y sus ojos se llenaron de un odio inhumano.
—¡Tu fe no te salvará! —gritaron con voces que ahora sonaban como chillidos desgarradores.
Pero el viajero no flaqueó. Se arrodilló y comenzó a orar, invocando el nombre de Jesús con fervor. Una luz cálida y cegadora apareció desde el cielo, cubriéndolo como un manto protector. Las Sirenas aullaron de dolor, su piel chisporroteando como si la luz las quemara. Una a una, se arrojaron al océano, sus cuerpos deformes desapareciendo en las profundidades, llevándose con ellas sus cantos infernales.
El viajero quedó solo, temblando, pero vivo. Cuando el sol salió, iluminando el camino, supo que había sobrevivido a algo más que una noche de peligro: había enfrentado al mal mismo y lo había derrotado con el poder de su fe.
Desde entonces, quienes atraviesan aquella costa cuentan que al amanecer se oye un murmullo en las olas, un canto lejano de las Sirenas que aún buscan a los imprudentes que olviden el nombre que las derrotó: Jesús.
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