una mano peluda y negra, con uñas como las de un

 


El santo padre maestro Ávila, predicando en una ciudad de España con el fervor que lo caracterizaba, fue llamado para confesar a una joven noble, criada desde niña en la virtud gracias al cuidado de su madre. Ambas se confesaban juntas y comulgaban todos los sábados en devoción a la Virgen.

La madre falleció, y la hija continuó con su devoción, añadiendo muchas limosnas, ayunos y otras penitencias. Asistía regularmente a los sermones del padre fray Juan Ramírez, cuyos mensajes la inspiraban y fortalecían en su camino de virtud.

Un día, deseó confesarse con él y le envió a llamar, pues se hallaba enferma y quería preparar su alma a tiempo. Cuando el padre llegó, le dijo: “Padre, aunque mi mal no es grave, deseo disponer mi alma y le ruego que me confiese, pues hace tiempo que quiero abrirle mi conciencia.” El padre respondió: “Todo me parece muy bien,” y comenzó la confesión. La joven mostraba tanto arrepentimiento y derramaba tantas lágrimas, que el padre quedó admirado y consolado.

Terminada la confesión, el padre la absolvió y la animó, despidiéndose. Pero sucedió algo extraño. El compañero que estaba presente, aunque a cierta distancia, vio que del lado de la cama, hacia el rincón de la pared, aparecía de vez en cuando una mano peluda y negra, con uñas como las de un oso, que apretaba la garganta de la enferma como queriendo ahogarla.

El compañero quedó pensativo y admirado por lo que había presenciado y, al anochecer, relató lo sucedido. El superior le preguntó dos y tres veces si estaba seguro de lo que decía y si se atrevía a jurarlo. Él respondió: “Estoy tan seguro como estoy aquí, lo vi con mucha atención; y, temiendo la primera vez que me hubiera engañado, observé con más atención la segunda y tercera vez. Lo vi y lo juraré.”

El superior llamó entonces al padre Ramírez y, aunque ya eran las diez de la noche, le ordenó ir a ver a la enferma y, de ser necesario, persuadirla a reconciliarse si algo la atormentaba. El padre fue acompañado del mismo testigo. Al acercarse a la casa, oyeron voces y llantos. Llamaron a la puerta, y al abrir, uno de los criados les informó que su ama había fallecido y que, desde su confesión, había perdido el habla y no había podido comulgar.

Entraron en su aposento y la encontraron muerta. Llenos de dolor y pesar, se

 retiraron.

En el colegio informaron al superior sobre lo ocurrido, y tanto él como todos los padres quedaron muy afligidos. El padre fray Juan Ramírez, lleno de un profundo dolor, derramó muchas lágrimas y fue directamente al Santísimo Sacramento. Arrodillado, comenzó a rogar al Señor por el alma de la joven doncella, suplicándole que no permitiera su condenación.

Después de varias horas en esta fervorosa oración, el padre escuchó un fuerte ruido, como de cadenas arrastrándose. Al abrir los ojos, vio frente a él una figura completamente rodeada de cadenas y envuelta en llamas de un azul triste, que iluminaban sin traer consuelo. La luz que emitían era tenue y sombría, generando una atmósfera de desolación.

A pesar de la visión, el buen padre no se turbó, pues estaba lleno de la gracia de Dios. Al contrario, cobró aún más ánimo y se levantó.

El padre le preguntó quién era, a lo cual la figura respondió: “Soy el alma desdichada de aquella mujer a quien confesaste esta mañana. Soy yo por quien ruegas, pero en vano. Engañé al mundo con mis hipocresías y fingida virtud. Después de la muerte de mi madre, un joven se enamoró de mí. Al principio resistí, pero tanta fue su insistencia y tan grande mi debilidad que terminé cediendo a sus deseos. Si fue grande mi pecado, mucho mayor fue la vergüenza y la obstinación que el demonio puso en mí para impedir que lo confesara.

Mi conciencia me remordía, y el temor a las penas en las que ahora estoy atormentada me asfixiaba. Muchas veces deseé confesar este pecado, pero cada vez me vencía la vergüenza y el miedo a perder la buena opinión que mi confesor tenía de mí. Por eso, nunca dejé de comulgar ni de realizar las buenas obras en que mi madre me había criado. Por sus méritos, Dios te trajo a esta ciudad como un posible remedio para mí.

Escuchaba tus sermones, y cada palabra era una flecha que atravesaba mi corazón. Decidí confesarme contigo y te llamé. Empecé mi confesión mencionando las faltas menores. ¡Ojalá hubiera comenzado con las graves! Varias veces estuve a punto de revelarlas, pero tantas otras me ganó la vergüenza. Por haber callado este pecado, me encuentro y me encontraré en estas cadenas de fuego que ves, ardiendo eternamente en el infierno. No insistas en rogar por mí, porque es en vano.

El padre, conmovido, le preguntó: “¿Qué es lo que más te aflige?” Ella respondió: “Lo que más me atormenta es saber que pude salvarme confesándote mi pecado tan fácilmente como ahora lo hago, pero sin ningún fruto.”




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