¡Qué locura es callar los pecados por vergüenza ante el confesor, cuando éste no puede revelar nada a nadie! La emperatriz doña Juana, una princesa adornada de todas las virtudes, había elegido como director espiritual a San Juan Nepomuceno, canónigo de Praga. Wenceslao, esposo de la emperatriz, hombre celoso y perverso, no satisfecho con interpretar mal todas las acciones de su esposa, por inocentes que fueran, se atrevió a preguntar al confesor si sus sospechas eran fundadas. El Santo, horrorizado ante semejante petición, le respondió que el sigilo de la confesión es inviolable, y que todo conocimiento adquirido por ese medio es como si no existiera. El emperador disimuló su cólera, pero algunos días después llamó de nuevo al Santo ante él. Utilizó caricias, promesas y amenazas para que revelara la confesión de la emperatriz. Al ver que todo era inútil, le amenazó con la muerte si no accedía a sus deseos.
—Vuestra Majestad puede hacerme morir —contestó San Juan Nepomuceno—, pero no me hará hablar.
Furioso, Wenceslao ordenó que lo arrojaran al río Moldava, atado de pies y manos. El mártir fue prontamente ahogado en las aguas, y aunque esto sucedió de noche para mantener oculto el delito, aparecieron muchas noches antorchas encendidas en cierto lugar del río. Buscaron lo que había allí y hallaron el cuerpo del santo mártir. Los canónigos lo colocaron en un sepulcro el 16 de mayo de 1383, donde Dios obró un gran número de milagros. Al abrir el sepulcro el 14 de abril de 1719, encontraron el cuerpo sin carne, pero la lengua estaba tan fresca y bien conservada que se hubiera dicho que el Santo acababa de expirar. Se guarda con gran respeto en la catedral de Praga, donde un viajero muy curioso y buen observador la vio completa aún en el año 1769. (Godescar y Feller, diccionario históric
o).
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