Murió en la diócesis de Nocera un joven que había profesado una devoción singularísima a San Bernardino de Siena. Este santo, para recompensarlo, obtuvo del Señor el poder de restituirle la vida. Pero antes, quiso informarle bien de las cosas del otro mundo; por ello, haciéndose su guía, lo condujo a las regiones infernales, donde, entre densas nubes de humo y un fuego inquieto, le mostró una multitud casi infinita de condenados, carcomidos por la eterna desesperación.
Para aliviar el horror de tan triste espectáculo, lo trasladó luego al cielo, donde los coros de los ángeles y de los santos, dispuestos en perfecto orden, gozaban de una felicidad superior a toda comprensión. Finalmente, le hizo observar la prisión del purgatorio, donde, en medio de voraces llamas, se purificaban las almas de los difuntos hasta ser dignas de la gloria celestial.
Fue un espectáculo que le movió a gran compasión, al ver cómo esas almas, suspirando, se le acercaban para suplicarle que, cuando volviera al mundo, relatara a los mortales sus crueles tormentos y los moviera a socorrerlas con abundantes sufragios. Él cumplió este encargo con gran fruto para aquellas almas infelices. Tan pronto volvió a la vida, a todos los que encontraba les hablaba del purgatorio: "Tu padre", decía a uno, "está en aquellas llamas abrasadoras esperando los efectos de tu piedad filial". A otro le anunciaba: "Tu hijo se encomienda a tu amor paterno". Al heredero de un benefactor le recordaba: "Tu bienhechor te solicita que cumplas sus legados piadosos". Todas aquellas almas, en suma, recurren a vuestra fe y caridad, pidiendo un socorro generoso y rápido.
Imaginemos que hoy mismo se repite lo mismo a cada uno de nosotros, y que cada uno dé las pruebas más significativas de su devoción al purgatorio.
(P. Franciscus Beartius, Soc. Jesu, contin. Bolland. in Acta Sanct., in append. ad 2
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