Se lee en las cartas edificantes escritas por celosos misioneros del Japón, que un niño, temiendo que tal vez no le dejarían hacer la primera comunión con sus compañeros, calló un pecado por vergüenza en la confesión. Apenas hubo comulgado, el demonio se apoderó de él y lo transportó al fondo de la iglesia.
El sacerdote que daba la comunión, espantado al ver este suceso, corrió inmediatamente hacia el niño; pero el demonio lo tomó de nuevo y lo transportó a la cima del campanario, ante la gran admiración de todos los presentes.
El sacerdote, en nombre de Dios, ordenó al demonio que bajara al niño sin hacerle ningún daño. El demonio obedeció y dejó al muchacho en el suelo. Entonces, dirigiéndose el sacerdote al espíritu infernal, le preguntó: «¿Por qué te has apoderado de un niño que no te pertenece?».
«Sí me pertenece —contestó el demonio—, pues me ha entregado su alma engañando en la confesión». El muchacho, confuso y temblando, confesó delante de todos la falta que había callado, y al instante quedó libre del demonio. (El R. Vermot).
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