Cirilo, Obispo de Jerusalén, hizo oración con gran eficacia, pidiendo a Dios que le declarase qué había sido del alma de Rufo, su sobrino, que había muerto pocos días antes.
Un día sintió un grandísimo hedor y vio al sobrino rodeado de cadenas de fuego, echando por la boca llamas mezcladas con humo negro, todo su cuerpo centelleando.
Espantado Cirilo con tal vista, preguntó cuál era la causa de su condenación. El sobrino respondió que fue por haberse dado a juegos ilícitos y no haberlo confesado.
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