en Constantinopla, donde todas las torres vinieron al suelo; el muro de la ciudad y otros menos fuertes se rompieron del todo, y cuantos edificios había se cayeron a tierra. En Alejandría sucedió casi lo mismo, y en Antioquía otro tanto. No solamente en la tierra, sino en el mar sucedieron desgracias, inundaciones y daños espantosos.
En partes eran forzidos algunos pueblos enteros; en otros, súbitamente se secaron las fuentes y ríos caudalosos; en otras nacían arroyos y salían avenidas de aguas donde jamás se habían visto; en otras se arrancaban los árboles con sus raíces; en otras se juntaban a deshorar los montones de tierra, que parecían montes fuertes y antiguos. El mar salía de madre en muchas partes, y cuando se volvía a encoger, dejaba peces en la arena de monstruosa grandeza. Algunas islas se anegaron con toda la gente que moraba en ellas; navíos que andaban en el agua se quedaron en tierra cuando la mar se enrojecía.
Hasta aquí son palabras de Niceforo Calixto. El año de cuatrocientos ochenta (que fue el propio año del nacimiento de San Benito), el Conde Marcelino en su crónica cuenta otro terremoto, año de modo semejante en la misma ciudad de Constantinopla y tierras comarcanas, a veinte y cuatro de septiembre, que por ser los acontecimientos tan parecidos, no los cuento de nuevo. Todos estos eran pronósticos miserables, tristísimos de infelices sucesos, y como los hubo en Oriente; porque, desgastado el emperador Zenón, que seguía la secta de Eutiquio, dio en favor de su parcialidad, de donde se siguieron grandes inconvenientes, desordenes y tiranías.
Desafortunadamente, algunos dicen que un ángel le cortó la cabeza, y otros, que entendiendo que estaba muerto a causa de un gran desmayo, le enterraron vivo; y después vieron que dentro del sepulcro se había mordido los brazos de pura rabia. Sucedióle otro mucho peor, que fue Anastasio, a quien hirió Dios con un rayo, después que había tenido el imperio veintiocho años. La última y suprema miseria de los monjes de aquel imperio fue que cesaron los monasterios y religiosos en todas las provincias de Oriente, y el Occidente solían ser sin número.
Que si bien es verdad que en estos últimos años florecieron Eutimio, Saba, San Juan Silenciario, San Gerásimo, San Teodoro, San Simón el Estilita, San Abraham Abad, que murió el mismo año que nació San Benito, y fueron estos monjes, y algunos santos ermitaños admirables; pero ya eran las últimas llamas del fuego antiguo que hubo en los monasterios y desiertos de la Iglesia Griega, que se iba muriendo.
Así Dios, que no falta jamás al bien y gobierno de la Iglesia, quiso que al Occidente se pasase aquella santidad y observancia monástica, con las mismas ventajas (y aun para más servicio de la Iglesia) y que naciese entonces San Benito, para que fuese maestro y padre de tantas religiones en la Iglesia Latina. Pero ya que al Occidente le estaba llegada esta dichosa suerte (y en particular a Italia) de que naciese en acabada, él, este santo, y allí plantase primero su religión, justo es que con brevedad miremos la necesidad que tenía y la miserable suerte a que llegó en este tiempo.
Ya el imperio había comenzado a desmoronarse y deshacerse algunos años antes, en tiempo que los godos destruyeron a Roma, y el rey Alarico la saqueó, enseñando a las demás naciones que aquella poderosa ciudad, señora del mundo, se había abierto la puerta con esto a que otros bárbaros se le atreviesen; y así Atila, rey de los hunos, con poderosísimo ejército, pasó toda Italia, destruyendo y asolando a fuego y a sangre ciudades y provincias, y cuanto topaba; y si no como a Roma, más fue merced y favor particular del cielo, que fuerza y poder de sus moradores, para defenderse, que ya sus guerras civiles y las inquietudes de príncipes ambiciosos, las avenidas de tantas naciones septentrionales que se derramaban por el imperio, la habían parado tal, que no era posible sustentarse.
En menos de veinte años estuvo el imperio romano en diez emperadores diferentes, matándose y acabándose unos a otros cruelmente, y siendo degollados a manos de sus propios soldados. Aquella suma potencia, con que desde Augusto César había asombrado y sujetado al mundo, se vino a deshacer y acabar del todo en Rómulo Augusto, último emperador de Roma, cuatro o cinco años antes de que naciese San Benito. En este año de cuatrocientos ochenta, del que ahora vamos tratando, estaba apoderado de Italia, y de la misma Roma, Odoacro, rey de los erulos, gente poco conocida hasta aquel siglo, bárbara, infiel y parte de ella idólatra; y de tal manera había hecho su asiento en Roma, que la tenía hollada, pisada y oprimida, que en muchos años no tuvo elección de cónsules, que eran los que la gobernaron tantos siglos en lo temporal, sin que jamás faltasen dos electores. Y lo peor, que el estado espiritual no podía estar más hecho ni más consumido; porque, fuera de la fe católica y santidad, que los sumos pontífices conservaban, y algunos pocos fieles que estaban llorando estos daños y adversidades, toda Italia, todo el resto de Europa y África, todas las provincias y reinos, en aquella ocasión eran gobernados por príncipes y reyes infieles o herejes notorios, habiendo cundido este mal de la cabeza por todos los miembros.
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