El Milagro de San Efrén y el Hereje Severiano en Hierápolis

 Otro gran triunfo y crédito tuvo nuestra Santa Fe Católica, que refiere San Antonino de Florencia, alcanzado contra la perversa herejía de los Albigenses. En tiempos en que, obstinados, se ardían en disputas y argumentos contra los católicos. No se diferencia este admirable caso del que en su "Elenco" cuenta también Prateolo, y así lo diremos por ambos autores, aunque para su autoridad le sobraba el primero.

Teniendo los cristianos cercada la ciudad de Vienne, donde estaban los herejes Albigenses, llamados Albos o Albanos por otro nombre, padecían el cerco, y apretados por nuestras armas, eran grandes y muy sacrílegas las demostraciones que obraban en descrédito de nuestra Santísima Fe. Llegó tanto su atrevimiento que se obstinaron contra un libro en el que estaban escritos los Santos Evangelios. Orinaron sobre él y ejecutaron otros actos impíos; después lo arrojaron por una muralla hacia la parte donde estaban los católicos y, para más manifestar su desvergüenza, le lanzaban flechas y decían: "Miserables cristianos, esta es la ley que os dio vuestro Cristo.

Escribe Niceforo Calixto. El año del Señor de 471, había en la ciudad de Constantinopla dos graves filósofos: uno buen católico y otro hereje arriano. El primero era docto, un hombre de muchas virtudes y con muy ardiente celo defendía las verdades cristianas, haciendo morderse de cólera rabiosa al segundo, que, como perro dañado, intentaba reducirlo a sus falsos errores. Sucedió que un día concurrieron juntos, y después de eficacísimos argumentos que propuso el católico, arrebatado de un impulso superior, para acabar de convencer al hereje, dijo estas palabras: "Arrojémonos ambos a una hoguera encendida, y el que saliere libre de las llamas, ese tendrá razón en lo que dice, y quedará su doctrina con el crédito de firme y verdadera."

Vino en ello el hereje, no juzgando la ejecución posible, como llegado el caso, lo dijo la experiencia. Prevenido el fuego en concurso público, inflamado con el del Espíritu Santo, el fiel filósofo se arrojó a las llamas, quedando el arriano ocupado de temor. Sin entrar en ellas, dispuso así la providencia divina, para que huyendo el peligro, quedase como testigo vivo que pudiese testificar la grandeza y poder de la fe católica.

El fervoroso cristiano que la profesaba y defendía estuvo mucho tiempo dentro de las llamas, pero estas, corteses, lo halagaban, repitiendo lo apacibles que se manifestaron en Babilonia con los tres jóvenes arrojados al horno. Ardía esta zarza de Oreb, pero no quemaba, antes bien servía de cátedra, desde donde continuaba sus disputas el fiel cristiano, por si podía convencer al arriano protervo, de quien Dios permitió que se obstinara en su dureza para castigo de sus culpas.

Salió del fuego sin lesión alguna el discípulo de Jesucristo; permaneció en sus errores el secuaz de Arrio. Y aunque unas llamas no lo ejecutaron, otras sí lo hicieron, pues acabó abrasado en las llamas de su envidia, para ser abrasado por toda la eternidad en las del infierno.

Hasta aquí Prateolo. Ahora proseguiremos con San Antonino. Habiendo narrado una de estas dos historias, se ve que Dios sabe volver por su crédito en tales insolencias. Pararon los argumentos de los herejes y católicos en hacer milagros, y convinieron en que cada uno trajese escrito en un libro lo que defendían, y que fuese el fuego juez árbitro de todos, señalando por verdadero aquel que dejase libre entre sus llamas. Hecho ya el pacto, tomó por cuenta de su cuidado el gran Patriarca Santo Domingo, Padre y Fundador de la Ilustrísima y Sagrada Orden de Predicadores, quien se hallaba presente en las disputas, escribir en un libro todas las verdades que confiesa y cree nuestra Fe Católica.

Los herejes dispusieron el suyo, escribiendo en él tantas mentiras como letras, y tantos errores como renglones. Se preparó y encendió en una parte pública una gran hoguera. Llegó la hora, acudió todo el pueblo, arrojaron a las llamas los dos libros, y apenas cayeron en su centro, cuando, venerado el de Domingo por las verdades católicas que en él estaban escritas, fue arrojado fuera, mientras el de los herejes se hizo cenizas en un instante, para castigo de sus falsedades. Tres veces se confirmó esta maravilla, volviendo a arrojar otras tantas veces al volcán el libro católico, que siempre salía ileso; con lo cual los cristianos quedaron gloriosos, los herejes confundidos, vengados en este libro los agravios hechos contra el primero, alabado sea Dios y su divina fe con este crédito.

Es muy parecido este milagro a otro que refiere Sofronio en su Prado Espiritual, sucedido en Hierápolis, ciudad de Asia, cerca de Laodicea, llamada así porque en ella había muchos templos y otras maravillosas circunstancias que podrán ver los curiosos en Esteban y Estrabón, quienes tratan de ella en sus escritos.

Vivía en la ciudad referida de Hierápolis, dice Sofronio, un hereje severiano, llamado estilita, tomando el nombre de una columna sobre la cual tenía su habitación ordinaria, queriendo acreditar sus falsos errores con aquellas penitencias exteriores.

Tuvo noticia San Efrén, Patriarca Antioqueno, de este malvado y maldito hombre, y partió a buscarle, para labrar en su dureza desengaños con el buril del celo, siendo tan grande el que ardía en su alma, deseando que no perecieran las almas ajenas. Llegó el santo prelado a la parte donde estaba el estilita y empezó a persuadirle con razones cristianas a que dejase sus errores y, convertido a la fe de Jesucristo, se incorporase con las ovejas de su fiel rebaño.

"En vano porfías" —respondió el protervo— "yo no quiero ser de la Iglesia que dices, ni comunicar con los cristianos que nombras, ni creer en los concilios que alegas, especialmente en el Calcedonense, a quien me opongo, y de quien firme y constantemente viviré apartado."

—"¡Oh, qué engañado procedes!" —replicó el Patriarca— "¡O qué ciego te obstinas! Pues te apartas de la Iglesia Católica, limpia y pura, y en el sucio y hediondo cieno de tus herejías, tienes condenada tu desdichada alma."

—"Digo que quiero creerte" —respondió el severiano, haciendo mofa del celoso obispo— "y reducirme con una condición, que has de asegurarme. Cumplida esta, yo quedaré reducido a tu fe católica. Patriarca mío, dispón traer aquí mucha leña, luego le pondrás fuego, y cuando esté bien encendida, nos arrojaremos los dos a las llamas, y el que quedare vivo, será el verdadero, y por este camino quedará descubierto el engaño del otro."

—"Soy contento" —dijo el santo patriarca— "y de mi buena voluntad vengo en esa condición que me pides. Aunque no tenía necesidad de recurrir a semejantes demostraciones, y debieras creerme a mí como a padre, quiero admitir esta, que será tanto más admirable al ejecutarla cuanto menores son mis fuerzas para poder admitirla. Pero espero en las de la gracia, y entraré en el nombre de mi Señor Jesucristo, cuya gloria y honra deseo en este caso, para que con su poder, yo salga victorioso y su santísima fe católica tenga este nuevo crédito."


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