El Milagro de la Fuente de Jericó y el Desengaño de los Gentiles



Refiere Josefo en su historia de la guerra de los judíos que había en Jericó una bella copiosa fuente, la cual tenía su origen cerca de aquella ciudad antigua que Jesús, hijo de Navé, caudillo del pueblo hebreo, tomó la primera cuando con su ejército derrotó la tierra de los cananeos. 

Sus aguas eran tan dañinas que esterilizaban los campos por donde pasaban, dejándolos incapaces de vestirse de verdor y enriquecerse con frutos. Este daño también afectaba a las mujeres, pues las que estaban embarazadas y bebían de ellas malograban a sus hijos, quedando tan embotadas y obstruidas que no lograban sus deseados partos. Y, por último, esta fuente, en la mayoría de los años, era causa de gravísimas enfermedades, y en algunos declarada peste.

En una ocasión llegó a Jericó el profeta Eliseo, y agradecido al buen hospedaje que le hicieron los habitantes, tomó por su cuenta remediar los daños de la fuente, para que no solo ellos, sino todos los de aquella región por donde corriera, quedaran felices al gozar de sus aguas cristalinas. Puso sobre ellas un poco de sal, ofreciéndoselas a Dios en sacrificio, levantando las manos al cielo, y con fe viva les mandó que se suavizaran de allí en adelante y no fueran dañinas. Oyeron el mandato, venerado por la fe, los impulsos; quedaron dulces, corrieron saludables, fertilizaron los campos, dieron salud a los enfermos, y al beber de ellas las mujeres aseguraron partos felices. Con estos fieles rendimientos del elemento cristalino fue alabado Dios en su profeta, y alcanzó este nuevo crédito de la fe divina, junto con los aplausos de tan maravillosa obra.

No los tuvo menos asegurados contra los gentiles en otra ocasión que refiere Eusebio Cesáreo, contando una maravilla eclesiástica muy de nuestro propósito. Dice que en Cesarea de Filipo había un monte llamado Panio, cuyo soberbio peso hacia sudar un valle, y de él se originaba un hermoso río, que es el Jordán, tan conocido como celebrado. Este principio de aguas tenía sus altares la gentilidad supersticiosa, sobre los cuales ofrecían sus sacrificios en los días más solemnes. Era tal el engaño del demonio que hacía creer a los miserables gentiles que el cielo aceptaba sus víctimas, y esto porque aparentemente, al caer sobre los cristales, las iba levantando en alto, hasta que las perdían de vista, con lo cual se persuadían que desde el Jordán volaban a la gloria.

En las aguas se fraguaba esta mentira contra la fe católica, pero las veremos pronto sirviendo de espejo cristalino, donde para su crédito se logró el desengaño. Acertó —dice Eusebio— a llegar y pasar por esta región San Asterio Mártir. Supo del error en que estaban y, deseando sacarlos de él por los mismos medios, se fue al río con los gentiles en un día solemne, para ver cómo ofrecían sus sacrificios sobre los cristales. Sucedió lo mismo que otras veces: cuando los idólatras estaban absortos viendo caminar al cielo sus víctimas, ya que lo habían creído y las daban por recibidas de los dioses, mandó Asterio a las aguas descubrir aquel engaño del demonio, y de repente las vieron a todas flotar sobre ellas, permaneciendo mucho tiempo sin hundirse en lo profundo, para que el testimonio fuera más claro. Reconocieron los gentiles que habían estado ciegos en su idolatría; trataron de recibir la fe católica y, con San Gregorio, consiguieron con éxito la recepción del bautismo, siendo Asterio el ministro, y el maestro que les enseñó las verdades cristianas. Después de haberlas alcanzado —mediante las aguas— tan gloriosos méritos, presidió el acto el arzobispo Gregencio, asistido de otros muchos obispos, los cuales representaban las razones y fundamentos de la fe católica.


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