El Asombroso Milagro de la Virgen Costurera



Un lego de convento, de corazón muy sencillo y puro, tenía un entrañable amor a la Virgen, y vivía con el pesar de no tener en su celda ninguna imagen de la Señora a la que dirigir sus oraciones, rendir culto y cuidar. Un día, encontró en un zaquizamí del convento una efigie de la Virgen; pero estaba tan deteriorada y estropeada por el tiempo y el polvo que daba pena verla. Fuera de sí de gozo, se la llevó a su celda, la limpió muy bien y se dio cuenta de que, si un buen pintor la restauraba, quedaría hermosa y como nueva. Entonces, cayó de rodillas y le dijo:


—¡Madre mía! Bien sabéis cuánto deseo que esta vuestra santa imagen sea restaurada, y que en ella se os rinda culto; pero soy tan pobre, que si vos no me ayudáis, no podré hacerlo. Así que os suplico que trabajéis conmigo para que esto pueda hacerse.


En seguida, se fue a casa de una señora muy caritativa y le pidió que le diera costura, para que una pobrecita, con lo que ganase cosiendo, pudiese vestirse decentemente. La señora se la dio. Compró enseguida hilo, agujas, dedal y tijeras, lo llevó todo a su celda y lo presentó a la Virgen, diciéndole:


—Señora, habéis sido muy buena costurera, y es preciso que me ayudéis con vuestras benditas manos para reunir lo que necesito para restaurar vuestra efigie.


La Virgen se sonrió, y el lego se fue a sus quehaceres. Cuando volvió, se encontró con la costura hecha, tan bien cosida y tan perfumada, que la señora quedó muy satisfecha y se la pagó muy bien. La costura que pasaba por las manos del humilde lego tomó tal fama, que pronto pudo restaurar la santa efigie.


Al guardián y a los demás religiosos les llamó la atención cómo un pobre lego podía sufragar esos crecidos gastos, y un día se escondieron para ver lo que hacía en su celda. Entonces, vieron que se hincaba de rodillas ante la Virgen y le presentaba unas ropas sin hacer, y que la Señora alargaba sus benditas manos y las tomaba con un semblante dulce y complacido. Asombrados, el guardián y los religiosos se postraron de rodillas, exclamando:


—Bienaventurados los sencillos y pobres de espíritu, porque de ellos es el reino d

e los cielos.


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