Un día, san Antonio Abad en la Ermita, después de haber hecho sus devociones, se dirigió hacia su vergel, que solía ser el lugar de su recreación ordinaria. Al llegar, encontró que aquellos indómitos brutos y sabandijas lo habían descompuesto y devastado todo, lo cual sintió mucho el Santo. Así, pasando adelante y enderezando sus pasos más hacia dentro del desierto, mientras se ocupaba en entretejer algunas trenzas de hojas de palmas para evitar la ociosidad, encontró a poco trecho a un hombre que tejía redes y hacía lazos para prender (a lo que imaginaba) los animales silvestres de aquel monte. No conociendo por entonces que fuera el demonio, sino algún cazador, le dijo:
—Amigo, ¿no me harías algún lazo o red para prender algunos animales impertinentes que han devastado todo mi jardín, comiendo y hollando todas sus plantas?
—De buena gana —dijo el diablo—, yo te dispondré una red. Vete hasta donde tienes intención, que a tu vuelta hallarás hecho lo que me pides.
Dijo bien la verdad en esta ocasión el diablo, porque le dispuso tal red y tal lazo, que más sutil y mañoso no se había visto ni oído; y a no ser por el favor y ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, no hubiera sido posible que el Santo escapara de ellas
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