En un pequeño pueblo italiano,en 1600 Decían que en el corazón del bosque, donde ni siquiera la luz del día osaba penetrar, se alzaba un ídolo de bronce que se alimentaba de almas jóvenes. Era una estatua colosal, representando a un demonio de mirada vacía, cuyas manos extendidas parecían implorar, pero su interior hueco albergaba un fuego eterno.
Los más viejos contaban que, en tiempos ancestrales, los habitantes del pueblo llevaban a sus hijos a este ídolo, ofreciéndolos como sacrificio. Los niños eran colocados dentro de la estatua, y el fuego que ardía en su interior los consumía mientras el pueblo hacía sonar tambores y sonajas para ahogar los gritos de dolor. Los padres, seducidos por la promesa de prosperidad, cerraban sus corazones al sufrimiento de sus hijos, creyendo que aquel sacrificio traería bendiciones a sus hogares.
El tiempo pasó, y la práctica fue olvidada, o al menos eso creían. Pero la maldición del ídolo seguía latente, aguardando el momento para reclamar nuevas víctimas.
Esa noche, una densa niebla envolvía el pueblo. Las estrellas estaban ocultas, y el silencio era tan profundo que se podía escuchar el latido de los corazones. Los padres del pueblo, cegados por la avaricia y el deseo de éxito para sus hijos, comenzaron a ignorar las advertencias de los ancianos. Permitían que sus hijos se unieran a malas compañías, buscando riqueza y fama en lugar de cuidar su integridad.
Un joven llamado Mateo, deseoso de complacer a su ambicioso padre, se dejó llevar por amigos que lo condujeron por caminos oscuros. Aquella noche, lo invitaron a adentrarse en el bosque, hacia el corazón donde el ídolo de bronce esperaba, olvidado por siglos.
Mateo, ansioso por demostrar su valentía, aceptó sin dudar. Cuando llegaron al claro, la estatua se alzaba imponente, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. Sus amigos, con sonrisas maliciosas, lo empujaron hacia la abertura en el pecho del ídolo.
El joven sintió un calor abrasador cuando fue encerrado en la cavidad de bronce. Intentó gritar, pero sus amigos ya hacían ruido, golpeando tambores y riendo, sin escuchar los desesperados alaridos que resonaban en el interior del ídolo.
En el pueblo, los padres de Mateo, envueltos en sus propios deseos, ignoraban el peligro que su hijo enfrentaba. Sólo al amanecer, cuando la niebla se disipó y la fría realidad los golpeó, comprendieron lo que habían permitido. Pero ya era demasiado tarde. El ídolo de bronce, saciado por el sacrificio, se había apagado, y con él, se había extinguido la vida de Mateo.
Los padres, llenos de dolor y remordimiento, entendieron que habían sido cómplices de la antigua maldición. Habían cerrado sus oídos a los gritos de advertencia, dejándose llevar por el ruido de la ambición y la codicia, sacrificando a su propio hijo en el altar de la corrupción.
Desde entonces, en aquel pueblo, nadie volvió a hablar del ídolo de bronce, pero su sombra seguía latente, recordando a todos que el verdadero monstruo no estaba en el bosque, sino en los corazones cegados por la ceguera de sus propios deseos.
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