Caminando, pues, el Santo más adentro del desierto, halló un río muy grande, de donde vio salir a una mujer toda desnuda y en carnes, como quien había entrado en él a tomar los baños. Por lo que representaba, parecía una señora de porte honesta y muy hermosa; traía por compañeras a jóvenes hermosas, que aún estaban desnudas bañándose en el río. Cuando San Antonio las vio, volvió el rostro hacia otra parte, y queriéndose volver por el camino por donde había venido, empezó la dama a dar voces, diciendo:
—¡Oh hombre solitario, lumbrera del desierto! Te ruego por el honor de Dios, a quien tú sirves, que no huyas; si te detienes un poco, que mucho tiempo ha que te estoy buscando, deseando verte y hablarte, porque espero con el favor de Dios que me enseñarás el camino de la salvación, y que habrás ganado mi alma, que está en estado de perdición; y sabes tú muy bien cuán gustoso y agradable le es a Dios el ganar un alma para él.
Cuando Antonio oyó voces, retrocedió para entender mejor lo que decía. Las cinco compañeras desnudas perseveraban aún en el baño, sin moverse, escuchando lo que iba diciendo su señora. Ella, queriéndose mostrar muy honesta y respetuosa, volviéndose a ellas, les dijo:
—¿No tenéis vergüenza de parecer así desnudas y descompuestas delante de un hombre tan santo, al cual nos ha enviado Dios para salvar nuestras almas? Os mando que os vistáis y compongáis con diligencia.
Lo hicieron con presteza, obedeciendo su mandato, pero ella perseveraba aún desnuda y en carnes. Lo que viendo San Antonio, le dijo:
—Y tú, mujer, ¿haces vestir a tus damas y compañeras, quedándote desnuda? ¿Cómo es que tú también no te vistes y compones?
Y ella, volviéndose al Santo, le dijo:
—¡Oh hombre santo, amigo de Dios! No advertía yo que tú reparases en mi desnudez, ni atendieses a mis desnudas carnes; pero por amor y veneración a tu santidad, haré cuanto me mandes.
Entonces sus damas la ayudaron a vestirse con los vestidos y galas más ricas y preciosas que jamás se hubiesen visto. Mientras se vestía, dijo:
—Padre, tú no debes mirarme, aunque yo te mire a ti; porque, como tú sabes, creó Dios a la mujer de la costilla del hombre, y al hombre del polvo de la tierra; por lo que debe el hombre mirar a la tierra, como a su madre de donde ha tenido el ser, y la mujer al hombre, como al lugar de donde ha salido
Dijo verdad, en cuanto a lo natural, pero la costumbre ya enseña lo contrario. Cuando el Santo oyó hablar así a la mujer, quedó admirado de su elocuencia. Bajando la cabeza, fijó los ojos en la tierra. La dama le hizo sentar cerca de sí, obligándolo con mucha cortesía a un rato de conversación. Mudando de propósito, dejando a un lado declararle la causa de haberlo detenido allí, con dulces y honestas palabras, como por una devota familiaridad y buena afición que le tenía, comenzó su conversación, diciendo:
—Padre Santo, ¿cuántos años hace que has empezado a servir a Dios en estos desiertos?
tonio le dijo que cerca de 75 años. Sonriéndose ella, se le acercó un poco más, y, mostrándose compasiva, le dijo:
—Ya sé muy bien que tú has padecido muchas tentaciones, y has tenido muchos encuentros con los demonios, que por ellos has sido atormentado y maltratado muchas veces; y sé también que aún no está puesto fin a tus trabajos, porque los demonios están siempre prontos a dañar a quien les resiste.
—Hermana —dijo Antonio—, yo he padecido todo lo que tú dices, y aun mucho más, porque muchas veces he sido tan maltratado que he llegado hasta las puertas de la muerte; pero mi Salvador Jesús, por su grande misericordia, ha sido siempre mi ayuda, y me ha consolado en mis adversidades.
Después de haber estado mucho tiempo en seguridad y reposo, sin tener tentación alguna ni encuentros con los demonios, me parecía que ya era bienaventurado. Pero otra vez se me apareció mi Dios, el cual me mostró el mismo libro, donde no había nada escrito, sino todo borrado lo que antes estaba, y me dijo: “Antonio, los méritos están cifrados en las batallas y las coronas en los triunfos. Tú imaginas ser muy dichoso al hallarte en reposo y quietud; mas no está en eso tu salvación y bienaventuranza”.
Por lo que, hermana (añadió Antonio), te digo que estoy muy alegre y gozoso cuando los demonios me ofrecen la batalla; porque no quisiera que jamás cesasen, ni una sola hora de darme asaltos, porque sé (y lo dijo de su boca mi Salvador) que cuanto más tenga de penas y tribulaciones en este mundo, tanto mayor galardón recibiré en el otro.
Díjole entonces la Dama: "Es verdad todo lo que tú dices; pero quisiera, por merced, que me dieses a entender este lugar de la Escritura donde parece que no promete ni da Dios según el trabajo, el premio y galardón. Así lo parece en el Evangelio de la Viña, donde el Padre de familias, después de haber conducido peones al trabajo y cultura de ella a todas horas, dio igual paga a los que vinieron tarde con los que empezaron a trabajar por la mañana, llevando sobre sí todo el peso de la fatiga del día y del calor."
bien, dijo San Antonio, ¿qué quieres concluir con esto? "Admirarme," dijo ella, "de la misericordia de Dios, que dé igual premio a quien jamás no ha trabajado en este mundo ni padecido, con el que toda su vida ha pasado en penalidades y trabajos, y al que ha venido tarde, con el que madrugó a la fatiga. Digo esto por mí, que no he tenido tantos encuentros con los demonios ni padecido tantos tormentos como tú en los desiertos; y con todo, Dios me ha hecho tanta gracia que me ha dado tanta belleza y hermosura como tú ves; me ha dado el más bello y más rico reino que sea en el mundo, donde soy igualmente temida que obedecida; me ha dado otra gracia particular, que es hacer milagros, así como tú los tienes; y para que entiendas que digo verdad en todo, mira esas ciudades bellas y hermosas, que son mías y de quienes soy coronada reina." Levantó Antonio los ojos y vio de la otra parte del río dos bellas y grandes ciudades. "Debes, pues, saber," dijo ella, "que Dios me ha dado esas dos ciudades y muchos otros bienes y riquezas; me ha dado un don de gracia, que si te lo ha dado a ti, ha sido después de largo tiempo y de haber padecido entre los rigores y ferocidades de estos desiertos, pero a mí en poco tiempo y sin trabajo." Replicó San Antonio: "¿Qué don de gracia es aquel que dices que se te ha dado así como a mí?" "El don de curar enfermos," dijo ella, "porque yo doy consolación a los paralíticos, vista a los ciegos, rectitud a los cojos y corcovados; curo a los leprosos, saco demonios de los cuerpos de los hombres. No me falta más que una cosa, que es resucitar a los muertos." Cuando San Antonio oyó tantas gracias y perfecciones que acompañaban la hermosura exterior de esta Dama, quedó todo atónito y maravillado, de suerte que no sabía qué decir. Lo que advirtiendo ella, le dijo: "No te admires de lo que te he dicho, porque antes de que te apartes de mi compañía te lo haré ver todo al ojo, y aún mucho más de lo que te he referido; levántate sobre tus pies y vamos." Levantose Antonio al instante, y tomándole por la mano la Dama con sus compañeras, pasaron el río a pie enjuto, caminando sobre las aguas como si fuera en tierra firme; de donde San Antonio quedó más admirado de la condición de la Dama y de sus compañeras, del gran don que ella tenía, de la hermosura nunca vista que brillaba en sus rostros, y de las ricas y preciosas galas que vestían.
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