Un noble caballero llamado Rodulfo vivía en una rica posesión, ocupándose solo en buenas obras y no pensando más que en la salvación de su alma. A cierta hora del día, los criados le llevaban sopa, carne, pan y dinero, que él mismo distribuía a los pobres que se presentaban. Entre estos había una joven de once años llamada Mariana, la cual, siempre que recibía la limosna, besaba la mano del que se la había dado. Como era la única que manifestaba así su agradecimiento, don Rodulfo le aumentó la limosna, pero antes la sometió a una dura prueba durante tres días consecutivos. Don Rodulfo dio limosna a los que estaban cerca de ella, sin darle nada a ella. Cuando todos se hubieron ido, "No hay más", dijo don Rodulfo, "todo está dado". La niña no dejó por eso de adelantarse y besarle la mano todos los días como antes. Al tercer día, don Rodulfo le dijo: "Hija, sigue a los criados, ve a la cocina y allí te darán de comer". La joven respondió: "Señor, yo no pido para mí, sino para una buena mujer que me ha educado y me tiene en su casa. Si le parece bien a usted, me quedaré sin comer y los criados me darán algo para llevárselo a mi bienhechora". Don Rodulfo contestó: "Pues bien, hija, ve a comer y cuando hayas comido, espérame, que mandaré que te den algo para esa buena mujer". Cuando la chica hubo comido, don Rodulfo bajó a la cocina y se sentó. "Mariana", dijo a la joven, "¿qué pensaste de mí aquellos días en que no te di nada?". Ella respondió: "Señor, pensé que si esto sucedía por casualidad, era la voluntad de Dios y que debía tener paciencia. Si, por el contrario, lo hacía usted a propósito, era bueno para mí, ya que usted tendría sus designios que redundarían en mi bien". "¿Es posible?", exclamó don Rodulfo, "¿que tales pensamientos ocurran a una niña de once años? Y ¿qué habrías pensado", añadió, "si hubiera yo continuado así mucho tiempo?".
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