Alegrémonos por tanto con nuestra preciosa niña que nació tan santa, tan amada por Dios, tan llena de gracia. Y alegrémonos, no sólo por ella, sino también por nosotros; porque ella vino al mundo llena de gracia, no sólo para su provecho y gloria sino para nuestro bien.
Considera santo Tomás en el Opúsculo octavo, que la Santísima Virgen estuvo llena de gracia de tres modos. Primero, estuvo llena de gracia en su alma porque desde el principio su alma hermosísima fue toda de Dios. Lo segundo, porque estuvo llena de gracia en su cuerpo, ya que mereció dar su purísima carne al Verbo eterno. Lo tercero, porque estuvo llena de gracia para provecho de todos, pues así todos los hombres podrían participar de la gracia. Algunos santos, añade el Angélico, poseen tanta gracia, que no sólo basta para salvarse ellos, sino que alcanza para salvar a muchos otros, pero no para salvarlos a todos. Sólo a Jesucristo y a María se les concedió tal cúmulo de gracia que bastara para salvar a todos. “Lo máximo sería que alguno tuviera tanta gracia que bastara para la salvación de todo; y esto es lo que ha sucedido con Jesús y con la Santísima Virgen”. Así lo enseña santo Tomás.
Lo que dice san Juan (1, 16): “De su plenitud todos hemos recibido”, lo mismo dicen los santos de María. Santo Tomás de Villanueva le dice: “Llena de gracia, de cuya plenitud participan todos”. De forma, dice san Anselmo, que no hay quien no participe de la gracia de María. ¿Dónde hay en el mundo alguien con quien María no sea benigna y no le dispense su misericordia?
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