quieren servir a Dios, pero en tal empleo, en tal lugar, con determinados compañeros o en otras circunstancias semejantes; de no ser así, dejan de obrar o lo hacen de mala gana. Estos tales no son libres de espíritu, sino esclavos del amor propio, y, por eso, poco mérito alcanzarán en cuanto hagan; al contrario, siempre viven inquietos, porque, aferrados a la propia voluntad, sentirán pesado el yugo de Jesucristo.
Los verdaderos amantes de Jesucristo sólo buscan lo que a Él agrada, y sólo porque le agrada, y cuando lo quiera, y donde lo quiera, y en el modo que lo quiera: sea empleándolos en ocupaciones honrosas, sea en menesteres ordinarios y humildes, sea en vida de brillo o en vida obscura y menospreciada. Esto exige el puro amor de Jesucristo y en esto debiéramos ejercitarnos, combatiendo contra los apetitos del amor propio, que quisiera vernos ocupados en aquellos ministerios solamente que traen honra consigo o son de nuestras inclinaciones. Mas ¿qué importa ser el más honrado del mundo, el más rico y el más grande, contra la voluntad de Dios?
Decía el Beato Enrique Susón: «Prefiero ser el más vil gusanillo de la tierra por voluntad de Dios que serafín del cielo por propia voluntad». Dice Jesucristo: “Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor,
¿acaso no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre obramos muchos prodigios?»” (Mt. 7, 22). Y el Señor les responderá: Nunca jamás os conocí; apartaos de mí las que obráis la iniquidad”.
Apartaos, pues no os reconozco por discípulos míos, ya que antes quisisteis seguir vuestros apetitos que mi voluntad. Y esto se aplica especialmente a aquellos sacerdotes que se fatigan en el perfeccionamiento y salvación de los demás y ellos siguen viviendo estancados en sus imperfecciones.
La perfección consiste: 1.°, en verdadero desprecio de sí mismo: 2.°, en total mortificación de los malos apetitos; 3.°, en la perfecta conformidad con la voluntad de Dios; quien se vea falto de una de estas tres virtudes está fuera del camino de la perfección.
Por eso decía un gran siervo de Dios que más valía en nuestras acciones tener por fin la voluntad de Dios que la gloria de Dios, porque, cumpliendo con la voluntad de Dios, también procuramos su gloria, al paso que, si nos proponemos la gloria de Dios, nos podemos engañar, a las veces, haciendo nuestra voluntad con pretexto de hacer la de Dios.
Escribe San Francisco de Sales: «Muchos dicen al Señor: Me consagro a vos sin reserva, y pocos son los que se abrazan con la práctica de este entregamiento, que no es otra cosa que la perfecta indiferencia en aceptar todo lo que nos acontece, como nos vaya aconteciendo, según el orden de la divina Providencia, ya sean aflicciones o ya consuelos, desprecios y baldones, como honores y gloria».
Comentarios
Publicar un comentario