para no exponerse a mentir, hay que vigilar la lengua, mortificarla y unir a la sobriedad de las palabras una dulce afabilidad.
«Apruebo que se hable poco, siempre que ese poco se haga con agrado y caridad, sin melancolía ni artificios. Sí, hablad poco y dulcemente, poco y bien, poco y con modestia, poco y con verdad, poco y con amabilidad»."
Se arriesgan a no observar todo esto quienes dan libre curso a la viveza de su espíritu. Las agudezas, las réplicas espirituales y rebuscadas, suenan a afectación y a vanidad y están muy lejos de la modestia. «No estoy satisfecho de lo que os dije el otro día, al contestar vuestra primera carta, sobre esas réplicas mundanas y esa viveza de vuestro espíritu que os impulsa a ellas. Hija mía, poned empeño en
mortificaros en esto; haced a menudo la señal de la Cruz sobre vuestra boca, para que se abra sólo para Dios. Ciertamente, a veces da mucha vanidad el resultar gracioso y ocurrente y con frecuencia se manifiesta el orgullo antes en el espíritu que en el rostro. Se atrae con las palabras tanto como por las miradas. No es bueno andar empinados ni con el espíritu ni con el cuerpo, porque, si se tropieza, la caída será más dura. Así pues, ¡ánimo, hija! Poned mucho cuidado en podar poco a poco esas ramas superfluas de vuestro árbol y mantened vuestro corazón muy humilde y tranquilo, al pie de la Cruz»."
¿Y qué decir de aquéllos que para no mentir emplean equívocos, o sea, palabras de doble sentido, con las que pretenden «salir del paso sin decir la verdad» y, en definitiva, «mentir con tranquilidad de conciencia»" A esto lo llamaba san Francisco de Sales «canonizar la mentira».
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