la Misa la que hace a la Cruz visible a todos los ojos;

 


Es la Misa la que hace a la Cruz visible a todos los ojos; la que coloca Cruz en la encrucijada de la civilización; trae tan cerca el Calvario que hasta los pies cansados pueden hacer la jornada para abrazarla suavemente; todas las manos pueden ahora levantarse hasta tocar su carga sagrada; todos los oídos pueden escuchar su dulce llamamiento, porque la Misa y la Cruz son lo mismo. En ambos hay el mismo ofrecimiento de la voluntad, perfectamente sometida, del Hijo amado; el mismo cuerpo destrozado, la misma sangre derramada, el mismo Perdón divino. Todo lo que se ha dicho y hecho y armado durante la Santa Misa ha sido para que nos lo llevemos, vivamos, practiquemos y apropiemos a todas las circunstancias y condiciones de nuestro vivir diario. Su Sacrificio se ha hecho nuestro sacrificio al juntar nuestra oblación con la suya; su Vida, dada por nosotros, se convierte en nuestra vida dada por Él. Así volvemos de la Misa como quienes han tomado su determinación, vuelta la espalda al mundo, y convertidos para la sociedad en que vivimos en otros Cristos vivientes, testimonios poderosos dados al Amor, que murió para que nosotros pudiésemos vivir el Amor.

Nuestro mundo está lleno de catedrales góticas incompletas, de vidas medio terminadas, de almas medio crucificadas. Algunos llevan la cruz hasta el Calvario, pero allí abandonan; otros son clavados en ella pero se desclavan antes de la elevación; otros estaban ya crucificados en alto, pero cediendo a los ataques del mundo: "Bájate de la Cruz", bajan después de una hora… dos horas… dos horas cincuenta y nueve minutos. Los verdaderos cristianos son aquellos que perseveran hasta el fin. Nuestro Señor estuvo hasta que terminó.

El sacerdote debe, de igual manera, permanecer en el altar hasta que la Misa esté acabada. No puede bajar. Así nosotros debemos estar en la cruz hasta que nuestras vidas acaben. Cristo en la Cruz es el molde y el patrón de una vida terminada. Nuestra humana naturaleza es la materia prima, nuestro querer es el cincel; la gracia de Dios es la fuerza y la inspiración.

Aplicando el cincel a nuestra naturaleza no terminada, tenemos que comenzar arrancando feos bloques de la soberbia; después con cinceles más delicados debemos pulir pedacitos de egoísmo, hasta que al fin baste un toque suave de la mano para dejar terminada la obra maestra —un hombre terminado, hecho a imagen y semejanza— del patrón de la Cruz. Estamos en el altar bajo el símbolo del pan y el vino. Nos hemos ofrecido al Señor y Él nos ha consagrad.

Por eso no debemos disponer de nuevo de nosotros, sino permanecer en el sacrificio hasta el fin, pidiendo sin cesar que, cuando la administración de nuestra vida haya terminado y echemos una mirada a la vida vivida en intimidad con la cruz, el eco de la Sexta Palabras pueda resonar en nuestros labios: Está consumado.

Y cuando los suaves acentos de este Ite Missa est, hayan traspuesto los corredores del tiempo y atravesado las ocultas murallas de la eternidad, los coros angélicos y el blanco ejército de la Iglesia Triunfante contestarán desde atrás: Deo gratias.


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