El invocar y rezar a los santos, y especialmente a la reina de
todos los
santos, María santísima, a fin de obtener la gracia de Dios es
no sólo lícito, sino útil y santo, y es verdad de fe definida por los Concilios
contra los herejes que la condenan como cosa injuriosa para Jesucristo que es
nuestro único mediador. Pero si un Jeremías ruega después de su muerte por
Jerusalén (2M 15, 14); si los ancianos del Apocalipsis presentan a Dios las
oraciones de los santos; si san Pedro promete a sus discípulos acordarse de
ellos después de su muerte; si san Esteban ruega por sus perseguidores; si san
Pablo ruega por sus compañeros; si, en suma, pueden los santos rogar por
nosotros, ¿por qué no vamos a poder nosotros implorar a los santos para que
intercedan en nuestro favor?
Que
Jesucristo sea nuestro único mediador con toda justicia porque con sus méritos
nos ha obtenido la reconciliación con Dios, ¿quién lo niega? Mas, por otra
parte, es una impiedad negar que Dios se complace en conceder las gracias por
la intercesión de los santos y especialmente de María, su Madre santísima, que
Jesús tanto desea verla amada y honrada por nosotros. Es sabido que el honor
entregado a la madre redunda en honor del hijo. “Gloria de los hijos son sus
padres” (Pr 17, 6). Por eso dice san Bernardo: “No hay duda de que todo lo que
cede en honra de la madre, al hijo pertenece”. No oscurece la gloria del hijo
el que alaba a la madre, porque cuanto más se alaba a la madre, más se honra al
hijo. Y san Ildefonso dice que todo el honor que se rinde a la reina madre se
tributa al hijo rey. Nadie duda de que por los méritos de Jesucristo se ha
concedido a María toda la autoridad para ser la mediadora de nuestra salvación;
no es nuestra Señora mediadora por estricta justicia, sino por gracia de Dios,
intercediendo, como lo dice san Buenaventura: “María es la fidelísima
intercesora de nuestra salvación”. Y san Lorenzo Justiniano: “¿Cómo no va a
estar llena de gracia la que es escala del paraíso, puerta del cielo y con toda
verdad mediadora entre Dios y los hombres?”
Por
eso nos advierte muy bien san Anselmo que cuando rezamos a la santísima Virgen
para obtener las gracias no es que desconfiemos de la divina misericordia, sino
que, ante todo, desconfiamos de nuestra propia indignidad, y nos encomendamos a
María para que con su dignidad supla nuestra miseria.
2. María y la devoción a ella nos son imprescindibles
Que
recurrir a María sea cosa utilísima y santa no pueden dudarlo sino los que no
tienen fe. Pero lo que quiero probar es que la intercesión de María es
necesaria para nuestra salvación; necesaria, no absolutamente, sino moralmente,
para hablar con propiedad. Y digo yo que esta necesidad brota de la misma
voluntad de Dios, que quiere que todas las gracias que nos dispensa pasen por
las manos de María, como lo dice san Bernardo y es sentencia común entre
teólogos y doctores, como lo dice el autor de El reino de María. Esta sentencia la sostienen Vega, Mendoza
Paciuchelli, Séñeri, Poiré, Crasset e innumerables autores. El P. Natal
Alejandro, autor por cierto muy mirado en las proposiciones que sostiene, dice
ser voluntad de Dios que todas las gracias las debemos esperar por medio de
María. “El cual –son sus palabras– quiere que todos los bienes los esperemos de
él, pero pidiendo la poderosísima intercesión de la Virgen madre cuando la
invocamos como se debe”. Y cita para confirmarlo el célebre dicho de san Bernardo:
“Esta es su voluntad, que todo lo obtengamos por María”. Lo mismo siente el P.
Contenson, quien explicando las palabras de Jesús en la cruz a san Juan: “He
aquí a tu madre”, añade: “Como si dijera: nadie participará de mi sangre si no
es por la intercesión de mi Madre. Las llagas son fuentes de gracias, pero a
nadie llegarán sus raudales sino encauzados por María. Juan, discípulo mío,
tanto más serás amado por mí cuanto más la ames”.
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