Alabado
y glorificado sea en todas sus obras el Dios Omnipotente; sea perpetuamente
honrado el que ha principiado a haceros mercedes. Vemos, hermano mío, que
cuando la tierra está cubierta de nieve y hielo, las semillas esparcidas no
pueden germinar sino en poquísimos parajes caldeados con los rayos del sol,
donde con su ayuda brotan las hojas, los tallos y las flores, por lo que puede
conocerse de qué clase sean o de qué virtud.
De
la misma manera, me parece todo el mundo cubierto de soberbia, codicia y
lujuria, hasta tal punto, que por desgracia son poquísimos los que con sus
palabras y obras pueden dar a entender que habita en sus corazones el perfecto
amor de Dios. Y como los amigos de Dios se alegraron, cuando vieron resucitado
a Lázaro para gloria del Señor, así ahora pueden también alegrarse los amigos
de Dios, cuando vieren a alguno resucitar de esos tres pecados, que son a la
verdad la muerte eterna.
Ha de advertirse también, que como Lázaro después de su resurrección, tuvo dos clases de enemigos: unos corporales, que eran los enemigos de Dios, los cuales aborrecían
corporalmente a Lázaro; y otros enemigos espirituales, que son los demonios, quienes nunca desean ser amigos de Dios, y lo aborrecían espiritualmente; así también todos cuantos ahora resuciten de sus pecados mortales, y quieran guardar castidad, y huir de la soberbia y codicia, han de tener dos clases de enemigos. Porque los hombres que son enemigos de Dios, quieren dañarles corporalmente, y los demonios intentan también dañarles, mas lo hacen de dos modos.
En
primer lugar, los hombres del mundo los injurian con palabras, y en segundo
lugar, cuando pueden se complacen en molestarlos con sus obras, a fin de
hacerlos semejantes a sí mismos en las acciones y modo de vivir, y retraerlos
de las buenas obras comenzadas. Pero el varón de Dios, recién convertido a la
vida espiritual, puede muy bien vencer a estos hombres malignos, si tuviere
paciencia en cuanto le dijeren, y si a vista de ellos llevara a efecto con más
frecuencia y fervor obras virtuosas y gratas a Dios.
También
los demonios procuran engañarlo de otras dos maneras; porque en primer lugar,
anhelan muchísimo que este nuevo siervo de Dios recaiga en pecados; y si no
pudieren lograr esto, entonces trabajan con afán los mismos demonios, a fin de
que ejecute buenas obras de una manera desacertada e indiscreta, como largas
vigilias y excesivos ayunos, para que de este modo se destruyan más pronto sus
fuerzas y esté más débil para trabajar en el servicio del Señor.
Contra
la primera tentación, es el mejor remedio la frecuente y pura confesión de sus
pecados, y la verdadera e íntima contrición del corazón por todas sus culpas.
Contra la segunda tentación, el mejor remedio es la humillación, de modo que
más quiera obedecer a algún buen director espiritual, que gobernarse por sí
mismo en cuanto a sus buenas obras y penitencias. Esta es una medicina muy
provechosa y excelente, hasta tal punto, que, aun cuando fuera más indigno el
que diese el consejo que el que lo recibiera, debe esperarse de positivo que la
sabiduría divina, que es Dios, cooperará con su ayuda en favor del dador del
consejo, a fin de que ordene lo que fuere más útil al que obedece, con tal que
éste sujetare su voluntad a honra y gloria de Dios.
Ahora
pues, hermano mío, porque tanto vos como yo hemos resucitado de los pecados,
roguemos al Señor se digne darnos a ambos su divino auxilio; a mí para hablar,
y a vos para obedecer; y tanto más es menester rogar y pedir con insistencia
esto a Dios, cuanto que siendo vos rico, letrado y noble, habéis querido
aconsejaros conmigo, que soy indigna, de poco entendimiento y desconocida.
Espero en Dios que atenderá vuestra humildad, y que lo que os escribo sea para
honra del mismo Señor; y para bien de vuestro cuerpo y de vuestra alma.
Aquel
hombre, dice la Virgen a santa Brígida, es como un costal de aristas, que si le
quitan una, luego se le pegan diez. Así es ese hombre, por quien ruegas, porque
de miedo deja de hacer un pecado, y luego hace diez por la vanidad y honra del
mundo. A lo que pides para el otro hombre te respondo, que no es costumbre
poner delicadas salsas para carnes podridas. Pides que se le den trabajos en el
cuerpo para bien de su alma, y su voluntad es contraria a tu petición, porque
apetece las honras del mundo y desea las riquezas más que la pobreza
espiritual, y le gustan los placerces; por lo cual tiene el alma podrida y
hedionda a mis ojos; y así, no le están bien las preciosas salsas de las
tribulaciones y trabajos.
Del tercer hombre, cuyos ojos
ves llenos de lágrimas, debo decirte que tú lo ves por de fuera, pero yo veo su
corazón, y como ves que algunas veces se levanta de la tierra una tenebrosa
nube, y colocándose delante del sol, echa de sí lluvia, o nieve espesa y
granizo, y después se desvanece, porque había provenido de la inmundicia de la
tierra; del mismo modo has de considerar que son los hombres, que hasta la
vejez han vivido en pecados y deleites.
Cuando
estos llegan a la vejez, comienzan a temer la muerte y a pensar el peligro en
que se hallan, y a pesar de esto le es gustoso el pecado. Y al modo que la nube
atrae a sí y eleva al cielo las inmundicias de la tierra, así estos hombres
atraen a la consideración de sí mismos la inmundicia del cuerpo, esto es, del
pecado, y luego la conciencia despide de sí en estos tales tres clases de
lágrimas muy diferentes.
Compáranse
las primeras al agua que echa la nube, y son producidas estas lágrimas, por lo
que el hombre ama carnalmente, como cuando pierde los amigos, los bienes
temporales, la salud u otras cosas; y como entonces se irrita con lo que Dios
dispone y permite, derrama indiscretamente muchas lágrimas.
Compáranse
a la nieve las segundas lágrimas, porque cuando el hombre comienza a pensar los
peligros inminentes de su cuerpo, la pena de muerte y los tormentos del
infierno, principia a llorar, no por amor de Dios, sino por temor; y como la
nieve se deshace presto, así también estas lágrimas son de poca duración.
Las
terceras lágrimas se asemejan al granizo; porque cuando el hombre piensa lo
agradable que le es y le había sido el placer carnal, y que ha de perderlo, y
piensa al mismo tiempo cuánta dulzura y consuelo hay en el cielo, comienza a
llorar, viéndose condenado y perdido; pero no se acuerda de llorar las ofensas
hechas a Dios, ni si este Señor pierde un alma que redimió con su sangre; ni
tampoco se cuida si después de la muerte verá o no a Dios, con tal que
consiguiese un lugar en el cielo o en la tierra, donde no padeciese tormento,
sino que gozara para siempre de su gusto y placer. Aseméjanse, pues, con razón
estas lágrimas al granizo, porque el corazón de tal hombre es muy duro, sin
tener ningún calor de amor a Dios, y por consiguiente, estas lágrimas apartan
del cielo al alma.
Ahora
te quiero enseñar las lágrimas que llevan el alma al cielo, las cuales se
asemejan al rocío; porque a veces de la blandura de la tierra sube al cielo un
vapor que se pone debajo del sol, y deshaciéndose con el calor de este astro,
vuelve a la tierra, y fertiliza todo cuanto en la tierra nace, como se ve en
las hojas de las rosas, que, puestas de una manera conveniente al calor,
arrojan de sí un vapor que luego se condensa y produce el rocío o agua
aromática.
Lo
mismo acontece con el varón espiritual; pues todo el que considera aquella
tierra bendita, que es el cuerpo de Jesucristo, y aquellas palabras que habló
Jesús con sus propios labios, la gran merced que hizo al mundo y la amarguísima
pena que padeció movido de un ardiente amor a nuestras almas; entonces el amor
que a Dios se tiene sube con gran dulzura al cerebro, el cual se asemeja al
cielo; y su corazón, que se compara al sol, se llena del calor de Dios, y sus
ojos se hinchan de lágrimas, llorando por haber ofendido a un Dios
infinitamente bueno y piadoso; y entonces quiere mejor padecer todo género de
tormentos para honra de Dios, y carecer de sus consuelos, que tener todos los
goces del mundo.
Con
razón se comparan estas buenas lágrimas al rocío que cae sobre la tierra,
porque tienen la virtud de hacer buenas obras y fructifican en presencia de
Dios. Y como al crecer las flores atraen a sí el rocío que cae, de la misma
manera las lágrimas vertidas por amor de Dios, encierran a Dios en el alma, y
Dios atrae a sí a esta alma.
Sin
embargo, el puro y solo temor de Dios, es bueno, por dos razones. En primer
lugar, porque pueden ser tantas las obras hechas por temor, que al cabo
enciendan en el corazón alguna centella de gracia para alcanzar el amor de
Dios. Así, pues, todo el que por sólo temor hiciere buenas obras, aspirando, no
obstante a conseguir la salvación de su alma, aunque no por deseo de ver a Dios
en los cielos, sino que tema ir a parar al infierno, hace con todo buenas
obras, aunque frías, las cuales aparecen de algún valor en presencia de Dios.
Compárase
Dios al platero, que sabe de qué modo se han de remunerar las obras según la
justicia espiritual, o con qué justicia se adquiera el amor de Dios. Porque el
Señor tiene dispuesto en su Providencia, que por las buenas obras hechas por
temor pueda darse al hombre el amor de Dios, el cual amor le sirve después al
hombre, ayudado de la gracia, para la salvación de su alma. Luego, así como el
platero usa de carbones para su obra, así Dios se vale de las obras frías para
honra suya.
En
segundo lugar, bueno es temer, porque cuantos pecados deja el hombre de hacer,
aunque sea únicamente por temor, de otras tantas penas se librará en el
infierno. Sin embargo, si está ajeno de Dios, tampoco tiene derecho para
recibir de Dios algún premio, pues aquel cuya voluntad es tal, que si no
hubiese infierno querría vivir perpetuamente en el pecado, de ningún modo
reside en su corazón la gracia de Dios, y las obras de Dios son tinieblas para
él, por lo cual peca mortalmente y será condenado al infierno.
Tú,
esposa mía, debes tener una boca deleitable, oídos limpios, ojos castos y
corazón firme. Así debe estar dispuesta tu alma. Tu boca debe ser sobremanera
pura, para que no entre nada que no sea de mi agrado. La misma boca, esto es,
la mente, ha de ser deleitable con el olor de los buenos pensamientos y con la
continua memoria de mi Pasión; y ha de estar colorada, esto es encendida en
amor de Dios, para que ponga por obra lo que entendiere. Y como no es agradable
una boca pálida, así tampoco me agrada el alma, cuando no hace buenas obras con
buena voluntad.
La mente debe tener como la
boca dos labios, que son dos afectos; uno con que desee las cosas del cielo, y
otro con que menosprecie todas las de la tierra. El paladar inferior del alma
ha de ser el temor de la muerte, con la cual se aparta el alma del cuerpo, y
debe hallarse dispuesta como para este trance. El paladar superior es el temor
del terrible juicio. Entre estos dos paladares debe estar la lengua del alma.
¿Y qué es esta lengua sino la frecuente consideración de mi misericordia?
Considera,
esposa mía, mi misericordia, cómo te crié y te redimí, y cómo te sufro. Piensa
también cuán riguroso juez soy, que no dejo cosa por castigar, y cuán incierta
es la hora de la muerte. Los ojos del alma han de ser sencillos, como de paloma
que ve al gavilan cerca de las aguas, quiero decir, que tu pensamiento siempre
ha de estar fijo en meditar mi amor y mi Pasión, y las obras y palabras de mis
escogidos, en las cuales entenderás cómo puede engañarte el demonio, a fin de
que nunca estés segura de ti. Tus oídos estarán limpios, de suerte que nunca
des entrada a chocarrerías ni a cosas que causen risa y disipación. El corazón
ha de ser firme, para que no temas la muerte; y con tal de que conserves la fe,
no te avergüences de los oprobios del mundo, ni te inquietes con las
penalidades del cuerpo, sino que las sufras por mí que soy tu Dios.
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