El que vive
habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la
infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación
próxima. Uno que ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la
Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a veces, porque la misericordia de Dios es
infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve ante sus ojos el espantoso
abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido por la divina
gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale
la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas
veces, por la infinita misericordia de Dios.
Pero ¡pobre del que
confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado! ¡Pobre de él!
Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo nos advierte
expresamente que Deus non irridetur:
de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por irreflexión, atolondramiento o
ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga compasión de él y le
dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal, precisamente
confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y apoyado en que a la
hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto,
sigue pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara
su loca temeridad y su incalificable osadía.
Sean pocos o muchos
los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de haberse reído de
Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se condenen. ¡Ese se
pierde para toda la eternidad!
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