Él nos permitirá comprender mejor la voluntad de Dios, incitándonos a cumplirla siempre con todo amor.

 


 Son innumerables las almas a quienes, con su gracia delicada y su gran poder de persuasión, él ha encaminado del deseo de la santidad a su realización más elevada, bajo el fuego del divino amor.Para llevarlas a la perfección de la vida cristiana les ha enseñado «la verdadera y viva devoción», que «no es otra cosa -nos dice en su Introducción- que un verdadero amor a Dios. Este no es un amor cualquiera, porque cuando el amor divino embellece nuestra alma, se llama gracia y nos hace agradables a su divina Majestad; cuando nos da fuerza para obrar el bien, se llama caridad; y cuando llega al grado de perfección en que no solamente nos mueve a obrar el bien, sino a hacerlo de forma cuidadosa y frecuente y con prontitud, entonces se llama devoción».Así se lo explicaba a una de sus dirigidas, que le había preguntado qué era la devoción y cómo adquirirla.

«La virtud de la devoción -le respondía- no es más que una general inclinación y prontitud del alma para hacer lo que se sabe agradable a Dios; es esa dilatación del corazón de que hablaba David cuando decía:corrí por la senda de tus mandatos cuando me ensanchaste el corazón.Los que son simplemente buenos -proseguía el obispo- andan por los caminos de Dios, pero los devotos corren; y si son muy devotos, vuelan». Según esto, lo que sabemos que agrada a Dios es el cumplimiento de su voluntad; voluntad significada en los mandamientos y en los deberes de nuestro estado; voluntad de beneplácito, manifestada en los acontecimientos que nos ocurren, ya sean agradables o desagradables para nuestra naturaleza.Estudiemos bajo esos diversos aspectos las enseñanzas de san Francisco de Sales. 

 

La observancia de los mandamientos

 

Cumplir los mandamientos es el primer deber de un alma deseosa de hacer la voluntad de Dios. Escribe san Francisco de Sales:«Antes que nada, es necesario observar los mandamientos generales de la ley de Dios y de la Iglesia, que obligan a todo fiel cristiano; y sin ello -añade- no puede haber ninguna devoción; esto lo sabe todo el mundo».Pero aunque todo el mundo lo sepa, quizá no sea inútil insistir en ello. Es bueno convencerse de esta verdad, de que la observancia de los mandamientos es condición necesaria para toda vida cristiana y que ninguna práctica de supererogación dispensa jamás de las prescripciones formales de la ley.'''«Por eso, siempre debemos procurar cumplir lo que Dios manda a todos los cristianos... y quien esto no observe cuidadosamente, sólo tendrá una devoción falsa».Y aún hay más: quien aspire a una vida fervorosa, tiene que observar los mandamientos «con prontitud y con gusto». Puesto que son la expresión de la voluntad de Dios, deben encontrarnos siempre dispuestos a cumplirlos, y a hacerlo de buen grado, tanto más cuanto que, por su naturaleza, son «dulces, agradables y suaves».¿Es ésta, sin mbargo, nuestra actitud? El Santo observa: «Muchos cumplen los mandamientos como quien traga una medicina, más por miedo a condenarse que por el placer de vivir según la voluntad del Salvador».Y es ésa una peculiaridad de la condición humana, que siente horror a todo lo que le es impuesto. Por ello prosigue:«Y así como hay personas que, por agradable que sea un medicamento, lo toman de mala gana, sólo porque es medicamento, así hay almas que tienen horror a lo que se les manda por el hecho mismo de ser mandado. 

En este sentido -continúa-, se cuenta que un hombre había vivido a gusto en la gran ciudad de París sin salir de ella durante ochenta años y en cuanto el rey le ordenó permanecer allí para siempre, salía a diario a disfrutar del campo, cosa que antes nunca había echado de menos»."Es cierto que este humor caprichoso se remonta a los comienzos de la humanidad:«Eva, de cien mil frutos deliciosos, escogió el que se le había prohibido, y seguro que, si se le hubiera permitido probarlo, no se lo habría comido». "Gusto por la independencia, ciertamente, pero también debilidad de nuestra naturaleza, que se asusta a veces de las exigencias de los mandamientos. Si tuviéramos verdadero amor de Dios, las dificultades, en vez de echarnos para atrás, aumentarían nuestro ánimo y convertirían en dulce y agradable lo que nos parece áspero y molesto.«Un corazón que está lleno de amor, ama los mandamientos, y, cuanto más difíciles son; más dulces y agradables los encuentra, porque así complace más al Amado y le hace mayor honor». El amor de Dios, la adhesión a su santa voluntad expresada en los mandamientos, dan prontitud en la obediencia y gozo en su ejecución. El obispo se preocupa mucho por nuestro progreso en este camino y en la Introducción a la vida devota nos invita a «examinar el estado de nuestra alma para con Dios»:-«¿Cómo se encuentra vuestro corazón respecto a los mandamientos de Dios? ¿Los encuentra buenos, dulces, agradables? ¡Ay, hija mía!, quien tiene el gusto en buen estado y el estómago sano, disfruta con la comida buena y rechaza la mala...-¿Cómo está vuestro corazón para con Dios? ¿Se complace en acordarse de Él? ¿Siente su agradable dulzura? David dice: me he acordado de Dios, me he complacido en él. ¿Sentís en vuestro corazón cierta facilidad para amarle y un gusto particular en saborear ese amor? ¿Se recrea vuestro corazón al pensar en la inmensidad de Dios, en su bondad y en su dulzura? Si el recuerdo de Dios os sobreviene en medio de las ocupaciones del mundo y de sus vanidades, ¿logra hacerse sitio, se apodera de vuestro corazón? ¿Os parece que vuestro corazón se vuelve hacia Él y en cierto modo sale a su encuentro? Ciertamente hay almas así, que, por muy ocupadas que estén, si les viene el recuerdo de Dios, les resulta imposible atender a otra cosa, por el placer que sienten al experimentarlo, lo que constituye una buenísima señal».

 

El amor a nuestra vocación

 

«Ademas de los mandamientos generales -escribe san Francisco de Sales-, hay que cumplir exactamente los mandamientos particulares que nuestra vocación nos impone»', porque también ellos son expresión de la voluntad divina.«Y quien no los cumpliere -prosigue-, aunque resucitara muertos, no dejaría de estar en pecado y condenarse si muriera así. Por ejemplo, los obispos tienen el deber de visitar a sus ovejas, para enseñarles, corregirlas y consolarlas. Si yo permaneciera toda la semana en oración, si ayunara toda mi vida, pero no visitase a las mías, me perdería. Si una persona casada hiciera milagros pero no cumpliese sus deberes matrimoniales para con su cónyuge, o no cuidase de sus hijos, sería peor que un infiel, dice san Pablo».Esta es una verdad que es necesario profundizar: nuestra vocación y sus deberes son queridos por Dios. Pero ¿nos consagramos verdaderamente a los deberes de nuestro estado de vida para agradar a Dios? «¡Ay! -decía el Santo-, todos los días pedimos a Dios que se haga su voluntad, y, cuando llega el momento de cumplirla, ¡cuánto trabajo nos cuesta! Nos ofrecemos al Señor, le repetimos: Señor, soy todo vuestro, aquí tenéis mi corazón. Pero cuando quiere servirse de él, ¡somos tan cobardes! ¿Cómo podemos decirle que somos suyos, si no queremos acomodar nuestra voluntad a la de Él?». ''Tengamos en cuenta, además, que esos «mandamientos particulares de nuestra vocación», son, al igual que los generales, «dulces, agradables y suaves». «¿Qué es, pues, lo que nos los hace molestos? En realidad, solamente nuestra propia voluntad, que quiere reinar en nosotros al precio que sea... Queremos servir a Dios, pero haciendo nuestra voluntad y no la suya. No nos corresponde a nosotros escoger a nuestro gusto; tenemos que ver lo que Dios quiere, y si Él quiere que yo le sirva en una cosa, no debo servirle en otra».Pero eso no hasta. Una persona fervorosa, «devota», como dice el obispo, debe cumplir sus deberes, todos sus deberes, con amor y con gozo.

«Esto no es todo -continúa san Francisco de Sales-, sino que, para ser devoto, no sólo hay que querer cumplir la voluntad de Dios, sino hacerlo con alegría. Si yo no fuera obispo, quizá no querría serlo, por saber lo que sé; pero, puesto que lo soy, no solamente estoy obligado a hacer todo lo que esa penosa vocación exige, sino que debo hacerlo con gozo, y complacerme en ello y sentir agrado. Es lo que dice san Pablo: que cada uno permanezca en su vocación ante Dios. No tenemos que llevar la cruz de los demás, sino la nuestra, y para poderla llevar, quiere núestro Señor que cada uno se renuncie a sí mismo, es decir, a su propia voluntad. Es una tentación decir: Yo quisiera esto y lo otro, yo preferiría estar aquí o allá. Nuestro Señor sabe bien lo que hace; hagamos lo que Él quiere y quedémonos donde Él nos ha puesto»."

Y es que, efectivamente, nos sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?Todo eso es un vano sueño que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un estado de vida que no es el que Dios ha querido para nosotros. «Es cierto -escribía san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal-, que nada nos impide tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de trabajar én el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».

Las carmelitas acababan de establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse por ello y escribía así a la Sra. de Chantal:

«¡Cuánto me satisface que nuestro Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre Teresa! ¡Que Dios las haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la Sra. Brúlart se ocupe tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar por vanos deseos de esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es de maravillar, hija mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el campo del vecino, por hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta necesidad. La dispersión del corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en un lugar y el deber en otro» .

Y, en efecto, la presidenta Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana. Y su santo director le escribía:«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra. Y es que, efectivamente, nos sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?

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