Se estaba celebrando un retiro
parroquial en una pequeña iglesia, donde grandes multitudes venían a escuchar
la Palabra de Dios y a suplicarle su perdón.
Tres hombres, sin embargo, se negaban obstinadamente a asistir al evento. Ellos habían jurado nunca poner los pies en
una iglesia y, sobre todo, nunca ir a confesarse. La esposa de uno fue a hablar con uno de los
misioneros. "¿Tienes hijos?" preguntó
el hombre de Dios. "Tengo dos niños
pequeños," respondió ella. "Entonces
tráelos a la iglesia y haz un Vía Crucis con ellos, y lo ofrecen por las almas
del Purgatorio que son los más necesitados de misericordia. Pide por la conversión de tu esposo a través
de la intercesión de las almas que tú habrás consolado, y te aseguro que tu
oración será contestada. La experiencia
me ha enseñado dos cosas: que el Vía Crucis es el medio más eficaz para aliviar
el sufrimiento de los seres queridos difuntos y para obtener, por su intercesión,
la ayuda puntual que buscamos."
Cada día, al mediodía, la esposa venía y se arrodillaba a los pies del
tabernáculo con sus dos hijos, con quienes hacía el Vía Crucis.
En cada estación, los niños repetían desde el
fondo de su corazón: "¡Oh Jesús! Dales
el descanso a los difuntos y convierte a nuestro padre." La última noche del retiro, el pecador se
apersonó y se arrodilló a los pies del misionero, y le suplicó que escuchara su
confesión. A la mañana siguiente él se
puso de rodillas en el sector del altar junto a su esposa y recibió la Sagrada
Comunión. Cuando la Misa terminó, él abrazó
a su esposa y bendijo a sus hijos. ¡Oh
precioso Vía Crucis! ¡Útil para todos,
pero especialmente para los pecadores y para las almas que sufren en el
Purgatorio!
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