Nadie llega a la humildad sino tiene quién le humille.

 


Ninguna cualidad crece sino se ejercita, y muchas cualidades se van disminuyendo y debilitando por falta de ejercicio. Por eso es necesario no dejar pasar ninguna ocasión que se presente de ejercitar alguna virtud. Y tengamos cuidado para no huir de aquellas ocasiones que son contrarias a nuestras malas inclinaciones, porque mediante estas ocasiones se puede llegar a un gran crecimiento y perfección en las cualidades y virtudes que queremos cultivar y conseguir.

 Una excepción. En lo único que no podemos ni debemos jamás exponernos a las ocasiones, es lo que se refiere a la santa virtud de la pureza o castidad.
 En eso quien se expone cae irremediablemente. Es inútil acercar un papel a una llama encendida y decir: "No quiero que se queme". Por más fuerza de voluntad que tengamos, el papel se enciende. Las pasiones impuras son tan esclavizantes y enceguecedoras que nos derrotan cada vez que nos expongamos a la ocasión de pecar. En este campo no queda sino una solución: huir, alejarse, apartarse del peligro. Pero en otras virtudes sí podemos exponernos al ataque. Por ejemplo.
 

En la paciencia. Cuentan de una santa muy famosa que cuando iba a los hospitales a atender enfermos pedía que le dejaran cuidar a los más desagradecidos, asquerosos, maleducados y malgeniados, porque así podía ejercitarse más en la virtud de la paciencia. Y es que nadie va a crecer en la paciencia si no hay quien le ofenda y le lleve la contraria. A Jesús lo hicieron crecer más en santidad los que lo insultaron, lo abofetearon, lo escupieron, lo azotaron y crucificaron, que los que le cantaban el "Hosanna". Porque los que lo ofendieron le permitieron practicar en grado heroico la santa virtud de la paciencia. Si no aceptamos tratar con gentes que nos tratan mal ¿cómo vamos a adquirir la virtud de la paciencia?

 

Los oficios cansones. Uno de los modos más prácticos para ir creciendo en la paciencia es aceptar oficios cansones y monótonos, ocupaciones incómodas, con superiores o compañeros que nos tratan mal, y dedicarnos a esas tareas con alegría y perseverancia. Ese tener qué hacer todos los días a las mismas horas los mismos oficios agotadores y que no tienen ningún atractivo, es lo que el evangelio llama: "La cruz de cada día" (Lc 9, 23). Y si no nos resignamos aceptar estos trabajos, nunca aprenderemos a padecer con paciencia.

 

Las humillaciones. Nadie llega a la humildad sino tiene quién le humille. Por eso decía una gran mística que ella les tenía compasión a las personas a las cuales todos las trataban sumamente bien y nadie las trata mal, porque, ¿cómo hacen entonces para ser humildes si de nadie reciben humillaciones? Oh: cuánto creció nuestro Redentor en humildad cuando fue comparado con el asesino Barrabás y la gente prefirió a ese criminal antes que a Jesús, y cuando fue coronado como rey de burlas, y paseado por las calles vestido de loco, y crucificado entre dos ladrones, abofeteado, escupido y despreciado con las peores burlas. Con razón decía san Ignacio de Loyola: "Si en el sitio donde vivo nadie me humilla, me vestiré de loco y me iré por las calles para que las gentes me humillen y me insulten y así pueda practicar la virtud de la humildad". No huyamos de los que nos humillan. Su trato nos santifica.

 

El luchador bisoño. Cuando un soldado empieza a entrenarse para la guerra o un luchador olímpico comienza a prepararse para sus futuras lides en los estadios, los ponen a entrenarse con otros luchadores más veteranos que ellos, y con más técnicas y habilidades. Sufren caídas, derrotas, golpes y hasta heridas y a veces les parece que nunca van a lograr salir triunfadores: pero entrenan y entrenan y van adquiriendo tal facilidad para combatir que cuando menos piensan resultan vencedores. Así en la virtud: si no nos cansamos y dejamos de entrenarnos, un día formaremos parte del grupo de los triunfadores.

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