La Comunión Sacramental




Cuando tenemos la alegría de recibir la comunión, nos unimos a Cristo Jesús de una manera tan íntima que, como el apóstol, podemos gritar: "Ya no soy yo sino Cristo Jesús quien vive en mí."  Nuestra carne se convierte en su carne.  Su Corazón hace que el nuestro palpite.  Su sangre corre por nuestras venas, su Divinidad habita en nosotros, Él mira a través de nuestros ojos, y Él dilata nuestro corazón.  En ese momento feliz, envidiado por los Ángeles, incluso sin palabras, es fácil para nosotros hablar con Dios para decirle, con incluso más confianza que el profeta: "oh Dios, protector de los afligidos, mira abajo hacia mí.  Tú verás la cara de tu Cristo: ya no soy yo el que habla y que reza, sino que es Jesús, tu propio Hijo, quien habla y ora a través mío; es Él quien está pidiendo la liberación de mi madre, la liberación de las pobres almas abandonadas.  ¡Estoy seguro, oh Padre misericordioso, que no rechazarás estas súplicas justas, porque el rostro, las oraciones, las lágrimas y la sangre de Jesucristo tienen una voz omnipotente que aplaca tu justicia y obtiene el perdón! "

Recibamos a menudo la comunión por aquellas almas que amamos y que ya no comparten más la alegría de participar en el Banquete Eucarístico.  ¡Qué ardientemente esperan ellas una bruma refrescante y liberadora que sólo la Sangre de Cristo puede dar!  Pronto comenzará para ellas la eterna comunión, e irán y contemplarán al Salvador, el Pan de Vida.  Ellas le adorarán y le bendecirán, y le cantarán su alabanza por siempre.

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