No nos alarguemos en conversaciones demasiado prolongadas con personas que demuestran que se cansan de nuestro mucho hablar. Y aun con aquellas gentes que son muy educadas y nos escuchan con aparente atención, tratemos de no cansarlas con exagerada palabrería. Ojalá toda persona que trate con nosotros quede con deseos de volver a escucharnos y que nadie tenga que alejarse de nuestra presencia con indigestión intelectual de tanto oírnos hablar.
Cuidado con el énfasis. Se llama énfasis, el darle demasiada fuerza a las expresiones que decimos. Esto y el hablar con voz muy fuerte produce disgusto en quien nos escucha porque demuestra que tenemos exagerada seguridad en lo que afirmamos y que queremos imponer lo que estamos diciendo. Y esto es vanidad.
No hay que hablar jamás de sí mismo, ni de la propias cosas o de los familiares sino, cuando haya una verdadera necesidad de hacerlo, y en estos casos hay que proceder con gran moderación y ser lo más breves posible, porque aquí el orgullo lleva fácilmente a la exageración y a inflar la propia vanidad. Si oímos que alguien goza hablando de su propia persona, de sus familiares y acciones, no por eso le despreciemos, pero tengamos cuidado de no imitarle en esto. Y ni siquiera hablemos de nosotros mismos para despreciarnos y disminuirnos, porque el amor propio es tan traicionero, que con tal de hacernos hablar de nuestra propia persona no le interesa que sea con pretexto de despreciarse, que al fin y al cabo lo que se busca es aparecer y ser protagonista, aunque tenga que usar el disfraz del propio desprecio.
Del prójimo o se habla bien o no se habla. En esto como en todas nuestras conversaciones deberíamos practicar esta regla o norma que aconsejaban los antiguos directores espirituales: "Si hablamos, que sea para decir algo que sea mejor que el silencio". A una santa le pareció oír en una visión que su ángel de la guarda le daba este consejo: "Nunca diga un juicio negativo en contra de nadie", lo cual viene a ser como el equivalente a aquel mandato de Jesús: "No condenen y no serán condenados por Dios" (cf. Mt 7, 1).
Y cuando oigamos que hablan mal de otras personas cumplamos lo que recomendaba el sabio de la antigüedad: "Hacer una cara tan triste que pareciera que vamos a llorar". Quien está hablando en contra de su prójimo notará en nuestro rostro que su conversación nos desagrada y ya quizás no se animará a seguirla. Un sacerdote que tenía fama de ser un verdadero hombre de Dios, al oír un día un colega hablar mal de otro le dijo: "¿Y usted qué gana con decir eso?". El otro entendió y calló. Hagámonos esa pregunta cuando nos venga el deseo de hablar contra alguien. "Y yo ¿qué gano con decir eso?".
De Dios y de sus obras y favores hablemos con gusto, y cumplamos lo que le dijo el ángel Rafael a Tobías: "No hay que avergonzarse jamás de contar los favores que se han recibido de Dios". Pero como en estos temas somos más bien gente algo ignorante, prefiramos oír a otros que hablen mejor que nosotros, cuando haya quien quiera proclamar las maravillas de nuestro Creador.
Así cumpliremos lo que aconseja el Libro del Eclesiástico: "Toda buena conversación acerca de Dios, oigámosla con gusto".
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