SUEÑO de don Bosco AÑO DE 1876.
La noche del 22 de diciembre la en Lanzo —comenzó diciendo— al llegar la hora del descanso mi imaginación se sintió completamente absorbida por el siguiente sueño.
Anchos y enormes paseos dividían la llanura en vastísimos
jardines de inenarrable belleza, todos repartidos en bosquecillos, prados y
parterres de flores, de formas y colores variados. Ninguna de nuestras plantas
puede darnos una idea de aquellas otras, aunque guardaban con ellas alguna
semejanza. Las hierbas, las flores, los árboles, las frutas eran vistosísimas y
de bellísimo aspecto.
Al mismo tiempo se oían los diversos grados de la escala armónica, desde el más alto al más bajo que se puede imaginar, pero todos en perfecto acorde. ¡Ah! Para describir esta armonía no bastan las comparaciones humanas.
En el rostro de aquellos felices moradores del jardín se veía que los cantores no sólo experimentaban extraordinario placer en cantar, sino que al mismo tiempo sentían un inmenso gozo al oír cantar a los demás. Y cuanto más cantaba uno, más se le encendía el deseo de cantar, cuanto más escuchaba, más deseaba escucharía, Mientras escuchaba atónito estas celestes armonías vi aparecer una multitud de jóvenes,
muchos de los cuales habían estado en el Oratorio y en algunos otros colegios; a muchos, por consiguiente, los conocía, aunque la mayor parte me era desconocida.
Aquella muchedumbre incontable se dirigía hacia mí. A su cabeza venía Santo Domingo Savio,
y detrás de él Don Alasonatti, Don Chiala, Don Giulitto y muchos, muchos otros sacerdotes y clérigos, cada uno de ellos al frente de una sección de niños. Entonces me pregunté a mí mismo: —¿Duermo o estoy despierto?
Y daba palmadas y me tocaba el pecho para cerciorarme de que
era realidad cuanto veía.
Al llegar toda aquella turba delante de mí, se detuvo a una
distancia de unos ocho o diez pasos. Entonces brilló un relámpago de luz más
viva, cesó la música y siguió un profundo silencio. Aquellos jóvenes estaban
inundados de una grandísima alegría que se reflejaba en sus ojos y sus rostros
eran como un trasunto de la paz interior que reinaba en sus espíritus. Me
miraban con una dulce sonrisa en sus labios y parecía como si quisieran hablar,
pero permanecieron en silencio.
Santo Domingo Savio se adelantó solo, dando unos pasos hacia mí y se detuvo tan cerca de donde yo estaba que si hubiese extendido la mano, ciertamente le habría tocado. Callaba y me miraba también él sonriente. ¡Qué hermoso estaba! Su vestido era realmente singular.
Le caía hasta los pies una túnica blanquísima cuajada de diamantes y toda ella tejida de oro. Ceñía su cintura con una amplia faja roja recamada de tal modo de piedras preciosas que las unas casi tocaban a las otras, entrelazándose en un dibujo tan maravilloso que ofrecían una belleza tal de colorido que yo, al contemplarla, me sentía lleno de admiración. Le pendía del cuello un collar de peregrinas flores, no naturales, las hojas parecían de diamantes unidas entre sí sobre tallos de oro y así todo lo demás.
Estas flores refulgían con una luz sobrehumana más viva que la del sol, que en aquel instante brillaba en todo su esplendor primaveral, proyectando sus rayos sobre aquel rostro cándido y rubicundo de una manera indescriptible e iluminándolo de tal forma que no era posible distinguir cada uno de sus rasgos.
Llevaba sobre la cabeza, Santo Domingo Savio una corona
de rosas; le caía sobre los hombros en ondulantes bucles la hermosa cabellera,
dándole un aire tan bello, tan amable, tan encantador, que parecía... parecía
¡un ángel!
No menos resplandecientes de luz estaban los que le
acompañaban. Vestían todos de diversa manera, pero siempre bellísima; más o
menos rica; quién de una forma, quién de otra, y cada una de aquellas
vestiduras tenía un significado que nadie sabría comprender. Pero todos
llevaban la cintura ceñida por una faja roja igual a la que llevaba [Santo]
Domingo [Savio].
Yo seguía contemplando absorto todo aquello y pensaba:
—¿Qué significa esto?... ¿Cómo he venido a parar a este
sitio?
Y no sabía explicarme dónde me encontraba.
Fuera de mí, tembloroso por la reverencia que aquello me
inspiraba, no me atrevía a decir palabra. También los demás continuaban
silenciosos.
Finalmente, [Santo] Domingo [Savio] despegó los labios para
decir: —¿Por qué estás aquí mudo y como anonadado? ¿No eres el hombre que en
otro tiempo de nada se amedrentaba? ¿Que arrostraba intrépido las calumnias,
las persecuciones, las maquinaciones de los enemigos, y las angustias y los
peligros de toda suerte?
¿Dónde está tu valor? ¿Por qué no hablas?
Y contesté a duras penas, balbuceando las
palabras:
—Yo no sé qué decir... Pero, ¿no eres tú [Santo] Domingo
Savio?
—Sí, lo soy, ¿ya no me reconoces?
—¿Y cómo te encuentras aquí?—, añadí
confuso.
[Santo] Domingo [Savio] entonces,
afectuosamente me
dijo:
—He venido para hablar contigo. ¡Cuántas veces hemos
conversado juntos en la tierra! ¿No recuerdas cuánto me amabas, cuántas pruebas
de estima y de afecto me diste? ¿Y yo no correspondí acaso a tus desvelos? ¡Qué
grande confianza puse en ti! ¿Por qué, pues, temes? ¡Ea!
Pregúntame algo.
Entonces, cobrando un poco de ánimo, le
dije:
—Es que... no sé dónde me encuentro, por eso estoy
temblando.
—Estás en una mansión de felicidad— me respondió Santo Domingo Savio—, en donde se gozan todas las dichas, todas las delicias. —¿Es
este, pues, el premio de los justos? —No, por cierto. Aquí no se gozan los
bienes eternos, sino sólo, aunque en grado sumo, los temporales.
Comentarios
Publicar un comentario