Recordemos que al liberar a esas almas
a través de nuestros actos de amor, no sólo glorificamos a Dios, sino que también
damos una gran alegría a todo el Cielo.
La entrada de un nuevo santo en su hermosa patria es motivo de una
fiesta familiar, que incluye a todos los habitantes celestiales, cada saludo y felicitación
a él o ella con alegría fraterna. María,
Madre de la Misericordia, Consoladora de la Iglesia Purgante, conmovida con
santa alegría, se une a Jesús para colocar una corona de gloria e inmortalidad
en la cabeza del vencedor. Su Ángel de la
Guarda y su Santa Patrona le saludan a él o a ella con un gozo inefable y le alaban
por su liberación y felicidad. Toda la
Corte Celestial, que se regocija por la conversión de una sola alma, se regocija
aún más por la elevación de un alma elegida.
Ella canta nuevos himnos de alabanza para la gloria del Divino Cordero,
cuya gracia, victoriosa sobre la debilidad humana, eleva a los hijos de Adán a
los tronos de los ángeles caídos.
Demos prioridad a esta devoción tan
agradable a Dios y a todos sus amigos.
No prestemos atención a los gritos de las almas del Purgatorio, sino más
bien a las invitaciones apremiantes de Jesucristo, de la Santísima Virgen y de todos
los Santos, quienes nos ruegan que liberemos a nuestros hermanos a la Ciudad de
la Eterna Alegría. Entreguemos esos
huérfanos a su Padre que está en el Cielo.
Un día cercano nos uniremos a ellos y compartiremos su felicidad.
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