La confesión debe ser humilde

 


.         Cuando el penitente se dirige al confesionario, imagínese ser un reo condenado a muerte, cargado de tantas cadenas cuantos son los pecados que lleva sobre su conciencia, y que se presenta al confesor, que, como lugarteniente de Dios, es el único capaz de romperle esas ataduras y librarlo de la muerte eterna.

Por consiguiente, debe hablar al confesor con mucha humildad.

El emperador Fernando, haciendo confesión en su propia habitación, él mismo se adelantó a ofrecer la silla al confesor y lo hizo sentar en ella. Como el confesor se maravillara de un acto de tanta humildad, díjole el emperador: “Padre, ahora yo soy el súbdito y vos el superior’’.

Hay quienes van a discutir con el confesor y hablan con altanería, como si el confesor fuese el súbdito y ellos fueran los señores. ¿Qué provecho van éstos a sacar de sus confesiones?

Tratad, pues, al confesor con sumo respeto. Habladle siempre con humildad y obedeced humildemente todos sus mandatos. Si os reprende, callad y recibid sumisos sus amonestaciones. Aceptad con humildad los remedios que os indica para la enmienda, y nunca os indignéis contra él tratándole de indiscreto o poco caritativo. ¿Qué diríais de un enfermo que, mientras el cirujano le extirpa el tumor canceroso, lo tratase de cruel y de hombre de malos sentimientos? Diríais que estaba loco.

— ¡Pero es que me hace ver las estrellas!

—Sí; pero ese dolor precisamente es el que te sana; de lo contrario, morirías.

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