Integridad de la confesiónA quien ha ofendido a Dios
gravemente no le queda más remedio, si quiere escapar de la condenación eterna,
que confesar su pecado.
—Pero ¿y
si me arrepiento de todo corazón? ¿Y si hago penitencia durante mi vida entera?
¿Y si me voy a un desierto a alimentarme de hierbas y a dormir sobre el santo
suelo?
—Puedes
hacer lo que quieras; pero si no confiesas el pecado que cometiste y que tienes
en tu memoria, no habrá perdón para ti. Digo que tienes en tu memoria, porque si lo olvidaste sin culpa tuya, y
al confesarlo tuviste dolor general de todas tus ofensas hechas a Dios, quedó
indirectamente perdonado; basta que, cuando te acuerdes, lo declares en
confesión. Pero si lo callaste voluntariamente, sigues con la obligación de
confesar ese pecado y de confesar de nuevo todos los demás que confesaste, pues
tu confesión fue nula y sacrílega.
¡Maldita vergüenza! a cuántas pobrecitas almas arroja en el infierno.
Por eso Santa Teresa recomendaba a los predicadores: “Predicad, predicad,
sacerdotes, contra las malas confesiones, pues por malas confesiones se
condenan la mayor parte de los cristianos”.
Cierto
día un discípulo de Sócrates entró en casa de una malamujer. Al salir ya a la
calle, como advirtiese que pasaba su maestro, quedó dentro para no ser visto.
Pero Sócrates, que de todo se había dado cuenta, se asomó al portal y le dijo:
“La vergüenza debieras tenerla para entrar en este lugar, no para salir de él”.
Lo mismo
digo yo a quienes cometen el pecado y luego no se atreven a confesarlo: “Hijo
mío, lo vergonzoso es el pecar, no el salir del pecado confesándolo”. Dice el
Espíritu Santo: Hay una confusión que es
fruto del pecado y una confusión que trae consigo gloria y gracia. Juzguemos como deshonra hacernos enemigos de Dios por el pecado; mas no
tengamos por tal recobrar la gracia divina y el cielo por la confesión de
nuestras culpas.
¡Vergüenza!,
pero ¿por qué? ¿Fue por ventura un baldón para María Magdalena, Maria
Egipcíaca, Margarita de Cortona y tantas otras santas penitentes la confesión
que de sus culpas hicieron? Precisamente por eso conquistaron el paraíso,
donde, como princesas de tan glorioso reino, gozan de Dios y gozarán de él por
eternidades sin fin.
San
Agustín, después de su conversión, no sólo confesó su mala vida, sino que la
consignó en un libro, para que el mundo conociera todos sus extravíos.
Cuenta
San Antonio que un prelado vio en cierta ocasión aldemonio al lado de una mujer
que esperaba turno para confesarse. Le preguntó aquél qué hacía, y el demonio
respondió: “Cumplir el precepto de la restitución. Cuando incité a esta mujer a
pecar, le robé la vergüenza para que pecara; ahora se la estoy restituyendo
para que calle su pecado”.
Sí, éste
es el ardid de que se sirve el demonio, como escribe San Juan Crisóstomo: “Puso
Dios vergüenza en el pecado y confianza en la confesión; el demonio invierte
las cosas, poniendo en el pecado confianza y en la confesión rubor”. El lobo
ahoga los gritos de la oveja atenazándole con sus garras la garganta, logrando
así llevársela y devorarla. Esto cabalmente hace el demonio con algunas
pobrecitas almas: las sujeta por la garganta para que no declaren sus pecados y
poder llevárselas tranquilamente al infierno.
Se
cuenta en la vida del jesuíta Padre Juan Ramírez que,predicando en una ciudad,
fue llamado a confesar a una joven moribunda. Era ésta de buena familia y había
llevado una vida aparentemente santa, pues comulgaba a menudo, ayunaba y hacia
otras penitencias. Confesóse con muchas lágrimas al dicho confesor, el cual
salió de allí sumamente consolado. Mas he aquí que mientras caminaba de retorno
a su casa, díjole el compañero que consigo había llevado:
—Padre,
mientras vos confesabais a la joven, vi que una mano negra le apretaba la
garganta.
Al oír
esto, el Padre Ramírez tornó a la casa de la enferma; pero al llegar ya la
joven había muerto. Se retiró el Padre a su convento, y, estando en oración, se
apareció la difunta en forma horrible, rodeada de llamas y arrastrando cadenas,
la cual le dijo que estaba condenada por acciones deshonestas con un hombre;
que nunca había descubierto al confesor esos pecados; que en la hora de la
muerte quiso confesarlos, pero que el demonio, como de costumbre, puso en su
ánimo grande empacho, induciéndola a callarlos. Y desapareció, dando espantosos
alaridos en medio de un fuerte estruendo de cadenas.
—Hija
mía, si ya has cometido algún pecado, ¿por qué no lo confiesas en seguida?
—Es que me da vergüenza.
—
¡Desventurada de ti —exclama San Agustín—, únicamente piensas en que tienes
vergüenza, y no piensas en que, si no te confiesas, estás condenada!
¡Que te da vergüenza!
“Pero
¡cómo! —insiste el mismo santo—, ¿no la tienes para hacerte la herida y la
tienes para ponerte la venda que te la puede curar?”. “El médico —dice el
Concilio de Trento—, si no conoce la enfermedad, no la puede curar”.
¡Oh
qué estrago hace dentro de si el alma que, al confesarse,calla por vergüenza
algún pecado mortal! “Lo que para el pecado era remedio —dice San Antonio—, se
convierte en victorioso trofeo de Satanás”.
Cuando en
la guerra se gana una batalla, pasean los soldados con orgullo las armas
tomadas al enemigo. ¡Oh, qué aires de triunfo se da el demonio con las
confesiones sacrílegas, gloriándose de haber arrebatado al cristiano aquellas
mismas armas con que podía él haberlo vencido!
¡Pobres
almas, que así convierten la medicina en veneno! Aquella infeliz mujer sólo
tenia un pecado en su conciencia; callándolo en la confesión, cometió un
sacrilegio, que es pecado mucho mayor Ese es el triunfo del demonio.
Dime,
hermana, si por no confesar tu pecado tuvieras que verte abrasada viva en una
caldera de pez hirviendo, y supieras que luego iba a ser conocido tu pecado por
todos tus parientes y vecinos, dime: ¿lo callarías? Seguramente que no,
sabiendo, por otra parte, que con sólo confesarlo quedaría oculto tu pecado y
tú libre de la ardiente caldera.
Pues bien, es cosa certísima que, si callas tus pecados, irás a arder en el infierno por toda la eternidad y tus pecados quedarán al descubierto el día del juicio, no sólo delante de tus parientes y paisanos, sino a la faz del mundo entero. Todos nosotros hemos de aparecer de manifiesto delante de Cristo (2 Corintios. 5,10). Yo te desnudaré alzando hasta la cara tus vestidos, descubriré a los pueblos tu desnudez, mostraré a los reinos tus vergüenzas .
¿Has cometido el pecado? Pues si no lo confiesas, te condenas. Luego, si quieres salvarte, alguna vez tendrá que ser la confesión de tus culpas. Y si algún día habrá de ser, ¿por qué no ahora? Si aliquando —dice San Agustín—, cur non modo? ¿A qué esperas? ¿a que te sorprenda la muerte, después de la cual ya nunca podrás hacer confesión? Convéncete de que cuanto más tardes en confesar tu pecado y cuanto más multipliques los sacrilegios, más crecerá tu vergüenza y la obstinación en no confesarte. “De la retención del pecado —escribe San Pedro Blesense— nace la obstinación”. ¡Cuántas almas desventuradas se acostumbraron a callar sus pecados diciendo: “Cuando llegue la muerte los confesaré”! Pero llegó aquel momento y... ¡tampoco los confesaron!
Ten
presente, además, que si no confiesas tu pecado, ya notendrás paz en toda tu
vida. ¡Dios mío, y qué infierno tiene que experimentar dentro de sí el pecador
que se retira del confesionario sin haber declarado su culpa! Lleva siempre
metida en el seno una víbora, que sin cesar le está picando en el corazón.
¡Infeliz, un infierno aquí en la tierra y otro después en la eternidad!
Ea,
pues, hermanos, si por desgracia alguno de vosotros se hallaen el triste caso
de haber callado pecados por vergüenza, tenga buen ánimo y confiéselos cuanto
antes. Dígale al confesor: “Padre, me da vergüenza decir un pecado que tengo”,
o más sencillamente: “Tengo ciertos escrúpulos acerca de la vida pasada”. Esto
sólo bastará para que el confesor tome por su cuenta el sacarte del corazón la
espina que lo mata y dejar totalmente tranquila tu conciencia. ¡Qué alegría
tendrás después de haber arrojado del corazón aquella víbora!
Pero,
además, ¿es que por ventura tienes que manifestar tupecado a muchas personas?
No; con que se lo digas a una sola, al confesor, y se lo digas una sola vez,
está todo remediado.
Y para que
el demonio no te engañe, has de saber que únicamente es obligado declarar los
pecados mortales. Por consiguiente, si no fue mortal tu pecado, o si al
cometerlo no lo tenías por tal, no estás obligado a confesarlo. Por ejemplo:
una persona hizo en los días de su niñez cosas deshonestas; no lo tenía
entonces por pecado ni le pasaba por el pensamiento que pudiera serlo; no está obligada
a confesarlo. Pero si, por el contrario, cuando hizo esas cosas, sentía en la
conciencia el remordimiento de pecado mortal, no le queda entonces más remedio
que confesarlo o condenarse.
—Pero...
¿y si el confesor descubre a otras personas mi pecado?
—
¿Descubrir? ¿Qué dices? Has de saber que si el confesor hubiera de ser quemado
vivo por no manifestar un solo pecado venial oído en confesión, estaría
obligado a dejarse quemar antes que decirlo. El confesor no puede hablar de lo
que oyó en confesión ni siquiera con el mismo penitente.
—Temo
que el confesor me riña al oír mis faltas.
— ¡Qué te
va a reñir! Todo eso son falsos temores que te mete en la cabeza el demonio. El
confesor se sienta en el confesionario no para escuchar éxtasis y revelaciones,
sino para oír los pecados de quien se arrodilla a sus pies, y su mayor consuelo
es tener delante a un pecador que le descubre llanamente sus miserias.
Si en tu
mano estuviera librar, sin esfuerzo, de la muerte a una reina herida por sus
enemigos, ¿qué alegría no tendrías en salvarla merced a tus cuidados? Pues esto
hace el confesor cuando se le acerca un alma pecadora a decirle sus pecados; él
entonces, dándole la absolución, cúrala de la herida que le abrió el pecado y
arráncala de la muerte eterna del infierno.
51.
En
la Vida de San Francisco trae San Buenaventura el hecho siguiente. Una mujer,
en su lecho de muerte, acaba de expirar en presencia de sus familiares. Mas he
aquí que al ir a amortajarla se incorpora repentinamente en la cama y, agitada
de pies a cabeza, presa de espanto, manifestó que su alma, en el momento de
expirar, estaba ya para hundirse en los infiernos por haber callado un pecado
en la confesión; pero que por las oraciones de San Francisco había vuelto a la
vida. Inmediatamente hizo venir a un sacerdote; se confesó deshecha en lágrimas
y luego recomendó a todos los circunstantes que se guardasen de callar ningún
pecado en sus confesiones, porque la misericordia que Dios había usado con ella
no la tendría con todos. Y dicho esto, de nuevo expiró.
Si
el demonio te tienta a ocultar algún pecado, respóndele como lo hizo cierta
señora llamada Adelaida. Había tenido relaciones deshonestas con otro señor, el
cual, en un momento de desesperación, se había estrangulado con sus propias
manos, muriendo con signos de réprobo. La mujer, entonces, se retiró a hacer
penitencia en un convento. Y aconteció que, yendo un día a confesarse de todos
sus pecados, se le apareció el demonio y le dijo: “Adelaida, ¿adonde vas?” “Voy
—respondió ella— a confundirme yo y a confundirte a ti, confesándome”. Esa debe
ser también tu respuesta cuando el enemigo te tiente a ocultar algún pecado en
la confesión: “Voy a confundirme yo y a confundirte a ti”.
(Advierta el
catequista que esto de callar pecados por vergüenza en la confesión es un mal
muy común que se da en todas partes, sobre todo en poblaciones pequeñas. De ahí
que al hacer la instrucción catequística no ha de contentarse con hablar de
esta materia una sota vez, sino vuelva sobre ello muchas veces y con mucho
encarecimiento, para que el pueblo comprenda la ruina que causan en el alma las
confesiones sacrílegas. Y como los ejemplos suelen impresionar mucho a la
gente, he puesto más adelante una porción de ellos de personas que, por callar
en la confesión pecados por vergüenza, se condenaron).
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