Refiere el
historiador Nicio de Eritrea que un joven acostumbrado a hacer estas
confesiones, así, a la buena de Dios, mandó llamar en la hora de su muerte a un
confesor; pero se dio más prisa el demonio, el cual se le presentó trayéndole
una larga lista de pecados que por falta de examen venía olvidando en sus
confesiones anteriores. A la vista de lo cual el desdichado joven perdió toda
su esperanza de salvarse y acabó muriendo sin confesión y desesperado.
Un buen
cristiano no deja de hacer diariamente su examen de conciencia por la noche y
el acto de contrición.
Cuéntase
de un fervoroso religioso que, avisado por el Superior de que, en vista del
peligro de muerte en que se hallaba, debía ir preparando ya las cuentas de su
alma, exclamó: “¡Bendito sea Dios! Durante treinta años he examinado a diario
mi conciencia y a diario he hecho confesión como si cada día fuera el postrero
de mi vida”.
Vosotros,
por lo menos, hermanos míos, cuando vayáis a confesaros, haced esto: buscad en
la iglesia un lugar recogido, dad enseguida gracias a Dios por haberos sufrido
hasta el momento presente y pedidle os ilumine para conocer el número y
gravedad de vuestras culpas. Hecho lo cual, recorred con el pensamiento los
lugares donde estuvisteis, las personas con quienes habéis tratado, las
ocasiones de pecar en que os visteis desde la última confesión, y, con estas
circunstancias a la vista, observad las faltas que en ese tiempo hubierais
cometido de pensamiento, palabra u obra; reparad muy particularmente en los
pecados de omisión, sobre todo si sois jefes de familia, funcionarios públicos
o cosa por el estilo, ya que estos pecados, generalmente, se descuidan en la
confesión.
Y quien
haya incurrido en diversas especies de pecados y quiera hacer un examen más
cuidadoso, siga uno a uno los Mandamientos y vea en cuál de ellos ha faltado y
si fue mortal o sólo venialmente.
El que por
desgracia tenga sobre su conciencia un pecado mortal, procure confesarse
inmediatamente, puesto que a cada momento puede morir y condenarse.
—Es que yo
acostumbro a confesarme por Pascua o Navidad —dirán algunos.
Pero ¿y
quién te asegura que durante ese intervalo de tiempo no te va a sorprender una
muerte repentina?
—Espero que Dios no lo permitirá así.
—Pero ¿y si lo permite?
Muchos que
decían “luego, luego me confesaré”, ahora están en el infierno, porque vino la
muerte sin darles tiempo a confesarse.
Narra San
Buenaventura en la “Vida de San Francisco
“, que, hallándose el Santo en sus correrías apostólicas, le ofreció un
distinguido caballero alojamiento en su casa. Francisco, lleno de
agradecimiento, puesto en oración, rezaba por él, cuando he aquí que Dios le
revela que aquel su bienhechor amigo está en pecado mortal y que la muerte le
ronda de cerca. El santo se lo avisa inmediatamente y hace que se confiese con
su compañero, que era sacerdote. Poco después se sentaba el caballero a la mesa
para comer; pero no había tomado aún el primer bocado, cuando repentinamente le
dio un sincope, en el cual murió.
La misma
desgracia tuvo un pecador que, por diferir la confesión, se perdió para
siempre.
Refiere el
Venerable Beda que un individuo, piadoso en un principio, fue enfriándose en su
fervor hasta caer en pecado mortal. Quería confesarse, pero cada día dejaba la
confesión para el siguiente. Cayó gravemente enfermo, y aun entonces daba
largas a la confesión, diciendo que ya la haría luego con mejor disposición.
Pero llegó
la hora del castigo: le sobrevino un mortal desmayo, durante el cual parecióle
ver cómo el infierno se abría debajo de sus pies. Recobró el sentido y todos
los circunstantes le exhortaban a confesarse; a lo que él respondió: ‘‘¡Ya no
es hora, estoy condenado!” Y como continuaran animándole, añadió: “Perdéis el
tiempo; estoy condenado; ya el infierno me abre sus fauces, y en él veo a
Judas, a Caifás y a quienes causaron la muerte de Jesucristo, y veo el lugar
que cerca de ellos me está reservado, porque, como ellos, yo también desprecié
la sangre de Cristo al diferir por tanto tiempo la confesión”.
El infeliz
murió impenitente y con tales muestras de desesperación, que fue enterrado como
un perro, fuera de sagrado, sin que nadie rezase por él.
En
cuanto a los pecados veniales, bien está el confesarlos, ya quetambién se
perdonan por la absolución sacramental; pero no es necesario, porque, como dice
el Concilio de Trento, pueden perdonar-, se por otros medios distintos de la
confesión, verbigracia, haciendo actos de contrición o de amor de Dios o
rezando con devoción el Padrenuestro.
—
¿Y se perdonan los pecados veniales con agua bendita?
—Se
perdonan. No es que el agua los borre directamente y per se, sino indirectamente, por via de impetración, en cuanto
que la Iglesia, con la bendición del agua, impetra para los fieles que de ella
se sirven actos de arrepentimiento y de amor, que son los que borran los
pecados. Por eso, al tomar el agua bendita, conviene hacer un acto de dolor o
de amor a Dios, a fin de que por él nos perdone el Señor todos los pecados
veniales que mancillan nuestra conciencia.
También
ayuda el agua bendita para despertar en nuestro ánimo la devoción y para
ahuyentar las tentaciones del demonio.
Cuenta
Surio de un monje que, estando para morir, rogó a su prior espantase un negro
pajarraco que estaba posado en la ventana. El prior la roció con agua bendita,
y el pájaro, que no era sino el demonio, desapareció al instante. Asimismo
refiere el P. Ferreri de un monje cluniacense, quien, hallándose próximo a la
muerte, vio su habitación invadida de demonios; se esparció agua bendita y los
demonios desaparecieron como por ensalmo.
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