Tan necesario es el dolor para el perdón de
los pecados, que sin él ni el mismo Dios (por lo menos según su providencia
ordinaria) puede perdonarlos. Si no
hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis .
Puede
ocurrir que un pecador se salve, aun muriendo sin examen y sin confesión de sus
pecados. Es el caso del que, no teniendo a mano un sacerdote o faltándole
tiempo para confesarse, hace un acto de verdadera contrición. Mas salvarse sin
dolor es totalmente imposible.
De ahí el
gran error de algunas personas que, al prepararse para la confesión, ponen todo
su afán en recordar los pecados, sin preocuparse nada de dolerse de ellos.
A Dios,
pues, debemos pedir insistentemente este dolor; y antes de acercarnos al
confesionario, bueno será rezar una Avemaría a la Virgen de los Dolores
pidiéndole nos alcance verdadero dolor de nuestras culpas.
El dolor,
para que tenga la eficacia de borrar nuestros pecados, tiene que tener cinco
condiciones; a saber: que sea verdadero,
sobrenatural, sumo, universal y confiado.
Debe ser verdadero,
es decir, de corazón y no solamente de palabra. Así define el dolor el Concilio
de Trento: “Un pesar del alma y un aborrecimiento de los pecados cometidos, con
propósito de no cometerlos más”. Es preciso, pues, que el alma, a la vista de
sus culpas, tenga verdadera compunción y pesar y amargura y las deteste y
abomine, como hacia el penitente rey Ezequías: Repasaré delante de Ti con amargura de mi alma todos los años de mi
vida (Js, 38,15).
Debe ser sobrenatural,
esto es, animado por un motivo sobrenatural y no por sentimientos puramente
naturales, como sería arrepentirse del pecado por los daños que trajo a la
salud del cuerpo o a los bienes de fortuna o a la buena reputación; estos
motivos son naturales y nada aprovechan.
Debe ser,
pues, sobrenatural el motivo de nuestro dolor,
arrepintiéndonos del pecado o por su fealdad o por la injuria que supone
a la bondad infinita de Dios, o por haber merecido con él el infierno o haber
perdido los derechos al cielo. Según estos motivos, el dolor será o de perfecta
contrición o dolor imperfecto, llamado también de atrición, como luego diremos.
Debe ser sumo, lo cual no quiere decir que haya de ir acompañado de lágrimas
o de aflicción sensible; basta que en la voluntad sea apreciativamente sumo, es
decir, que estimemos la ofensa hecha a Dios como el mayor mal que podía
sucedernos. Adviertan esto aquellos espíritus pusilánimes que se apenan porque
no sienten de una manera sensible el dolor de sus culpas; basta que se arrepientan
con la voluntad, es decir, que quieran arrepentirse, que prefieran haberlo
perdido todo antes que haber ofendido a Dios. Santa Teresa daba esta regla
excelente para conocer si un pecador tenía verdadero dolor de sus pecados: si
tiene buenos propósitos y está dispuesto a perderlo todo antes que la gracia de
Dios, tranquilícese, que su dolor es verdadero.
Debe ser universal, incluyendo todas las ofensas graves hechas a Dios, de
suerte que no haya en el alma ni un solo pecado mortal que ella no deteste
sobre todo otro mal. Pecado mortal he
dicho, pues tratándose de veniales no es preciso arrepentirse de todos, ya que
pueden perdonarse unos sin que se perdonen los demás, con tal que haya de
aquéllos verdadero arrepentimiento.
Tengan
esto presente los que sólo llevan a la confesión faltas veniales: que si no
tienen dolor, sus confesiones son nulas, y que si quieren recibir la gracia de
la absolución, deben tener dolor, por lo menos, de alguno de los pecados que
confiesan u ofrecer materia cierta declarando alguna culpa de la vida pasada y
de la cual tengan verdadero dolor.
Esto en cuanto a pecados veniales se refiere. Pues en cuanto a
losmortales, es necesario que el dolor se extienda a todos; de lo contrario,
ninguno quedaría perdonado. La razón es que ningún pecado mortal se perdona sin
la infusión de la gracia divina en el alma, pero esta gracia es incompatible
con el pecado mortal; de ahí que no pueda perdonarse uno si no se perdonan
todos.
Se cuenta
de San Sebastián mártir que, como tuviese la virtud de curar las enfermedades
con la sola señal de la cruz, fue cierto día a buscarlo el prefecto de la
ciudad, Cromacio, para que lo curase de su enfermedad. El santo le prometió la
salud, pero a condición de que antes quemase los ídolos que en su casa tenía.
Los quemó el enfermo, quedándose con uno solo, a que tenía particular estima.
Como la enfermedad no desaparecía, se quejó de ello a San Sebastián, el cual le
dijo que, pues se había reservado un idolillo, de nada le valía haber tirado al
fuego todos los demás.
Lo mismo
pasa con el pecador: nada importa que se arrepienta de algunos pecados mortales
si no se arrepiente de todos. Pero no es necesario que el pecador que tiene
muchos pecados graves vaya detestándolos uno por uno; basta que extienda a
todos ellos un dolor general, en cuanto que son ofensas graves contra Dios; y
así, aunque algún pecado quedase olvidado, se le perdonará también.
Debe ser confiado, es decir, acompañado por la esperanza del perdón; de lo
contrario, sería como el dolor de los condenados, quienes también detestan sus
culpas (no por ofensas a Dios, sino por ser causa de sus tormentos) pero sin
esperanza ninguna de perdón. También Judas se arrepintió de su traición: Porqué entregando la sangre del Justo (Mt.
27,4). Mas como no confió en el perdón, murió desesperado colgándose de un
árbol.
Caín
reconoció igualmente su delito de haber matado a su hermano Abel, pero
desesperó del perdón diciendo: Mi maldad
es tan grande, que no puede haber para mi perdón (Gen. 4,13); y así, murió
condenado.
Dice San
Francisco de Sales que el dolor de los verdaderos penitentes está lleno de paz
y de consuelo, porque cuanto más les pesa haber ofendido a Dios, tanto más
confían en su perdón y tanto más crece el consuelo. Por eso decía San Bernardo:
“Señor, si tan dulce es llorar por Ti, ¿qué será gozar de Ti?”.
Estas son,
pues, las condiciones que ha de tener el dolor para que por él pueda alcanzar
el alma en la confesión el perdón de Dios.
El dolor puede ser de dos clases: perfecto
o imperfecto. El perfecto se llama de
contrición, y el imperfecto, de atrición.
Dolor de
contrición es el que tenemos por haber ofendido a la divina bondad. Enseñan los
teólogos que la contrición es un acto formal de perfecto amor a Dios, puesto
que el alma contrita, si se arrepiente de haberle ofendido, es precisamente por
un impulso de amor a su bondad infinita. De ahí que una excelente manera de
prepararse a la contrición sea hacer previamente actos de amor para con Dios,
diciendo: “Dios mío, porque sois la bondad inmensa, yo os amo sobre todas las
cosas, y porque os amo, me pesa sobre todo mal haberos ofendido”.
15. El dolor de atrición es un pesar de haber ofendido a Dios por un
motivo menos perfecto, como seria, por la fealdad del pecado o por los males
que del pecado se siguen, como son perder la gloria eterna y hacerse reo del
infierno.
Tenemos,
pues, que la contrición es un pesar de haber pecado por la injuria que hicimos a Dios, y la atrición, un pesar de haber
ofendido a Dios por el mal que acarreamos
sobre nosotros mismos.
Con la contrición se recibe al punto la gracia, aun antes derecibir en
el sacramento la absolución del confesor; pero esto a condición de que el
penitente tenga intención, por lo menos implícita, de confesarse. Así lo enseña
el Concilio de Trento: “Aunque a veces acontezca que la contrición sea un
perfecto acto de amor y que reconcilie al
hombre con Dios antes de recibir este sacramento’ ’.
Con la atrición no se recibe la gracia sino cuando a ella se une
laabsolución sacramental, como declara el mismo santo Concilio: “Aunque (la
atrición) de suyo, sin el sacramento de la Penitencia, no baste para justificar
al pecador, sin embargo lo dispone para recibir la divina gracia en este
sacramento” (Sess. 14). La palabra “dispone” entiéndese, según explica Gonet y
es sentencia comunísima de los doctores, de aquella disposición próxima con la
cual se comunica la gracia en el sacramento, y no de una disposición remota, ya
que la atrición, aun fuera del sacramento, es un acto bueno que dispone a la
gracia; ahora bien, el Concilio habla de una disposición en orden al sacramento
(in sacramento Poenitentiae); luego
necesariamente debe entenderse de una disposición próxima.
Se mueve aquí la cuestión de si para recibir la absolución de lospecados
es preciso que la atrición vaya unida con un acto de amor inicial, esto es, con un comienzo de amor.
No cabe
duda de que para la justificación se requiere este amor inicial, pues el citado
Concilio declara que una de las disposiciones para que el pecador se justifique
es que comience a amar a Dios: “Empiezan amando a Dios como a fuente de la
justificación” (Sess. 6).
Pero ¿en
qué ha de consistir este comienzo de amor? Ahí está la dificultad.
Según
unos, en un acto de amor a Dios predominante, es decir, que el pecador ame a
Dios sobre todas las cosas.
Mas no
dicen bien, porque quien ama a Dios sobre todas las cosas, ya lo ama con amor
perfecto, y el amor perfecto borra todo pecado.
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