Por su naturaleza, el pecado mortal lleva mucho más allá que el Purgatorio: Lo lanza a uno dentro de las fosas del Infierno. Las almas que están impregnadas con el pecado se sumergen en las profundidades del Infierno. No pueden soportar la luz de Dios, la cual se les aparece en el momento de su muerte. Pero si el pecador se arrepiente y se confiesa, la gracia de Dios desciende sobre él a través de la gracia sacramental. ¿Qué sucede entonces? Los pecados son perdonados, la amistad con Dios es restaurada, y todo lo que queda es el dolor que hemos causado a Dios, el cual debemos expiar: ya sea en este mundo a través de la penitencia, oraciones, Santa Misa, o en la siguiente a través de los tormentos del Purgatorio. Después de muchos años de separación, ¡qué purificación tan terrible y larga le espera esa alma! ¡Qué deuda tan enorme tendrá que ser expiada! Es cierto que la penitencia sacramental reduce nuestra deuda, ¡pero se hace tan pocas veces y con tan poco fervor!
Es cierto que la mortificación y las indulgencias pueden preservarnos a nosotros y librarnos del Purgatorio, ¡pero son tan pocos los cristianos que hacen mortificaciones y ayuno! ¡Aquellos que son los más culpables son los que hacen la más mínima penitencia!
¡Cuántos no tienen suficiente arrepentimiento para ganar indulgencias! ¡Cuán pocos son capaces de evitar esa terrible purificación! ¡Tantos pecados y tan poca expiación!
Si nuestra vida pasada se ha visto empañada por pecados graves, ese examen debe
hacernos reflexionar y despertar en nosotros el deseo de penitencia. También nos debe llevar a orar por las almas
más necesitadas de la misericordia de Dios.
¡Oh Dios mío! ¡Llena mi espíritu
con el santo temor a tu terrible Juicio!
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