De las visiones de Ana Catalina Emerich nos
dice; medianoche Jesús fue llevado al palacio de Anás y conducido a una gran
sala. En la parte opuesta de la misma estaba sentado Anás, rodeado de
veintiocho consejeros. Su silla estaba sobre una tarima a la que se subía por
unos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían
arrestado, fue arrastrado por los esbirros hasta el primero de los escalones.
El resto de la sala estaba abarrotada de soldados, de populacho, de criados de
Anás y de falsos testigos que después debían acudir a casa de Caifás. Anás
esperaba con gozo e impaciencia la llegada del Salvador. Estaba lleno de odio y
sentía una alegría cruel porque Jesús hubiera caído por fin en sus manos. Era
presidente de un Tribunal encargado de vigilar la pureza de la doctrina y de
acusar delante del Sumo Sacerdote a quienes atentaban contra ella.
Jesús permanecía de pie, delante de Anás,
pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los verdugos sostenían los
cabos de las cuerdas con las que tenía atadas las manos. Anás, viejo, flaco y
seco, de barba rala, henchido de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa
irónica, fingiendo no saber por qué estaba Jesús allí y extrañándose de que
Jesús fuese el prisionero que le había sido anunciado. Le dijo: «Pero ¿cómo?,
¿no eres tú Jesús de Nazaret? ¿Y qué haces aquí?, ¿dónde están tus discípulos y
tus numerosos seguidores? ¿Dónde está tu reino? Me temo que las cosas no han
ido como tú esperabas. Creo que las autoridades han descubierto que no has
comido el cordero pascual, del modo adecuado, en el Templo y donde debías
hacerlo. ¿Es que quieres crear una nueva doctrina? ¿Quién te ha dado permiso
para predicar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina? ¿Callas?
¡Habla te ordeno!»
Entonces Jesús levantó la cabeza, miró a Anás
y dijo: «He hablado ya en público innumerables veces delante de todo el mundo;
he predicado siempre en el Templo, en las sinagogas donde se reúnen todos los
judíos; jamás he dicho nada en secreto, todo el mundo ha podido oír mis
palabras. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han venido a
escucharme; mira a tu alrededor, están aquí, ellos saben lo que he dicho.» A
estas palabras de Jesús el rostro de Anás se contrajo de rabia y furor. Un
infame esbirro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el muy miserable dio,
con su mano cubierta con un guante de hierro, una bofetada en el rostro del
Señor, diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?» Jesús, a consecuencia de la
violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones y la sangre le corrió por
el rostro. La sala se llenó de insultos y risotadas y amargas palabras
resonaron en ella. Los esbirros pusieron a Jesús en pie de malos modos; Nuestro
Señor prosiguió luego con voz calmada: «Si he hablado mal, dime en qué; pero si
he hablado bien, ¿por qué me pegas?»
Exasperado Anás por la serenidad de Jesús
mandó a todos los que estaban presentes que prestaran testimonio de lo que le
habían oído decir. Entonces estalló un sinfín de confusos clamores y de
groseras imprecaciones. «Ha dicho que era rey, que Dios era su Padre, que los
fariseos eran una generación adúltera; subleva al pueblo; cura en sábado; se
deja llamar Hijo de Dios y Enviado por Dios; no observa los ayunos; come con
los impuros, los paganos, con publícanos y pecadores; se junta con las mujeres
de mala vida; engaña al pueblo con palabras de doble sentido; etc., etc.» Todas
estas acusaciones eran vociferadas a la vez; algunos de los acusadores lo
insultaban y le dirigían gestos amenazantes y groseros, y los guardias le
pegaban y le injuriaban también mientras le decían: «Habla. ¿Por qué no
contestas a sus acusaciones?» Anás y sus consejeros añadían burlas a estos
ultrajes y le decían: «¿Ésta es tu doctrina? Contéstanos gran soberano, hombre
enviado por Dios, danos una muestra de tu poder.» Después Anás añadió: «¿Quién
eres tú? Tan sólo el hijo de un oscuro carpintero.» A continuación, pidió
material de escritura y en una gran hoja escribió una serie de grandes letras,
cada una significando una acusación contra Nuestro Señor. Después enrolló la
hoja y la metió dentro de una calabacita vacía que tapó con cuidado y ató a una
caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: «Toma, éste es el cetro de
tu reino; aquí constan todos tus títulos, tus dignidades y todos tus derechos.
Llévaselos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu
dignidad. Que le aten las manos a este rey y lo lleven ante el Sumo Sacerdote.»
Maniataron de nuevo a Jesús, sujetando también con ellas el simulacro de cetro
que contenía las acusaciones de Anás, y lo condujeron a casa de Caifás, en
medio de las burlas, de las injurias y de los malos tratos de la multitud.
JESÚS ES CONDUCIDO DE ANÁS A CAIFÁS
La casa de Anás quedaba a unos trescientos
pasos de la de Caifás. El camino, flanqueado por paredes y casas bajas, todas
ellas dependencias del Tribunal del Sumo Pontífice, estaba iluminado con
faroles y abarrotado de judíos que vociferaban y se agitaban. Los soldados a
duras penas podían abrirse paso entre la multitud. Los que habían ultrajado a
Jesús en casa de Anás, repetían sus ultrajes delante del pueblo, y Nuestro
Señor fue vejado y maltratado durante todo el camino. Yo vi a hombres armados
haciendo retroceder a algunos grupos que parecían compadecerse de Nuestro Señor
y dar dinero a los que más se distinguían por su brutalidad con Él y dejarlos
entrar en el patio de Caifás.
Para llegar al Tribunal de Caifás hay que
atravesar un primer patio exterior y se entra después en otro patio interior
que rodea todo el edificio. La casa es rectangular. En la parte de delante hay
una especie de atrio descubierto rodeado de tres tipos de columnas, que forman
galerías cubiertas. A continuación, detrás de unas columnas bajas, hay una sala
casi tan grande como el atrio, donde están las sillas de los miembros del
Consejo sobre una elevación en forma de herradura a la que se llega tras muchos
escalones. La silla del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más elevado.
El reo permanece en el centro del semicírculo. A uno y otro lado y detrás de
los jueces hay tres puertas que comunican con una sala ovalada rodeada de
sillas, donde tienen lugar las deliberaciones secretas. Entrando en esta sala
desde el Tribunal se ven a derecha e izquierda puertas que dan al patio
interior. Saliendo por la puerta de la derecha, se llega al patio, por la de la
izquierda, a una prisión subterránea que está debajo de esta última sala.
Todo el edificio y los alrededores estaban iluminados por antorchas y
lámparas y había tanta luz como si fuese de día. En medio del atrio se había
encendido un gran fuego en un hogar cóncavo de cuyos lados partían los
conductos para el humo. Alrededor del fuego se apiñaban soldados, empleados
subalternos, testigos de la más ínfima categoría, comprados con dinero. Entre
ellos había también mujeres que daban de beber a los soldados un licor rojizo y
cocían panes que luego vendían.
La mayor parte de los jueces estaban ya
sentados alrededor de Caifás, los otros fueron llegando sucesivamente. Los
acusadores y los falsos testigos llenaban el atrio. Había allí una inmensa
multitud a la que había que contener con fuerza para que no invadieran la sala
del Consejo. Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vestidos como
mensajeros, habían conseguido entrar camuflados entre la multitud y se hallaban
en el patio exterior. Juan, con la ayuda de un empleado del Tribunal a quien
conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta cerraron detrás de
él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había quedado un poco rezagado, se
encontró ya la puerta cerrada, y no quisieron abrirle. Allí se hubiera quedado
a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y José de Arimatea, que llegaban
en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar con ellos. Los dos apóstoles,
despojados ya de los vestidos que les habían prestado, se colocaron en medio de
la multitud que llenaba el vestíbulo, en un sitio desde donde podían ver a los
jueces. Caifás estaba sentado en medio del semicírculo, rodeado por los setenta
miembros del Sanedrín. A ambos lados de ellos estaban los funcionarios
públicos, los escribas, los ancianos, y, detrás, los falsos testigos. Había
soldados colocados desde la entrada hasta el vestíbulo, a través del cual Jesús
debía ser conducido.
La expresión de Caifás era solemne en extremo,
pero su gravedad iba acompañada de indicios de sorpresiva rabia y siniestras
intuiciones. Iba ataviado con una capa larga de color oscuro, bordada con
flores y ribeteada de oro, sujeta sobre el pecho y los hombros con unos broches
de brillante metal. Iba tocado con una especie de mitra de obispo, de cuyas
aberturas laterales pendían unas tiras de seda. Caifás llevaba allí algún
tiempo, esperando junto a sus consejeros. Su impaciencia y su rabia eran tales,
que sin poderse contener, bajó los escalones y, a grandes zancadas, se fue
hasta el atrio para preguntar con ira si Jesús no llegaba. Viendo la procesión
que se acercaba, Caifás volvió a su sitio.
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