Cuando Jesús, con los tres apóstoles, llegó a
donde se cruzan los caminos de Getsemaní y el huerto de los Olivos, Judas y su
gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino. Hubo una
discusión entre Judas y los soldados, porque aquél quería que se apartasen de
él para poder acercarse a Jesús como amigo, a fin de que no pareciera que iba
con ellos, pero los soldados le dijeron con rudeza: «Ni hablar, amigo, no te
escurrirás de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo.» Viendo que los ocho
apóstoles corrían hacia Jesús al oír la disputa, llamaron a los cuatro esbirros
que los seguían a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles vieron, a
la luz de la antorcha, aquella tropa de gente armada, Pedro quiso echarlos de
allí por la fuerza y dijo: «Señor, nuestros compañeros están cerca de aquí,
ataquemos a los soldados.» Pero Jesús le dijo que se mantuviera tranquilo y
retrocedió algunos pasos. Cuatro de los discípulos salieron en ese momento del
huerto de Getsemaní y preguntaron qué sucedía. Judas quiso contestarles y
despistarlos contándoles cualquier cosa, pero los soldados se lo impidieron.
Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael; este
último era hijo del anciano Simeón, y junto con algunos otros enviados por los
amigos de Jesucristo para saber noticias de Él, se había encontrado en
Getsemaní con los ocho apóstoles. Otros discípulos andaban por aquí y por allí
observando y prestos a huir si era necesario.
Jesús se acercó a la tropa y dijo en voz alta
e inteligible: «¿A quién buscáis?» Los jefes de los soldados respondieron: «A
Jesús de Nazareth». «Soy yo», replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas
palabras cuando los soldados cayeron al suelo como atacados de una apoplejía.
Judas, que estaba todavía junto a ellos, se sorprendió, e hizo ademán de
acercarse a Jesús. Nuestro Señor le tendió la mano y le dijo: «Amigo mío, ¿a
qué has venido?» Y Judas, balbuceando, le habló de un asunto que le habían
encargado. Jesús le respondió algo parecido a «Más te valdría no haber nacido»,
pero no recuerdo las palabras exactas. Mientras tanto, los soldados se habían
puesto de pie y se acercaron a Jesús esperando el beso del traidor, que sería
la señal para que ellos reconocieran al nazareno. Pedro y los demás discípulos
rodearon a Judas y le llamaron traidor y ladrón; él intentó defenderse con toda
clase de mentiras, pero no le sirvió de nada, porque los soldados lo defendían
contra los apóstoles y con su actitud dejaban clara la verdad.
Jesús preguntó por segunda vez: «¿A quién
buscáis?» Ellos volvieron a responder: «A Jesús de Nazaret.» «Soy yo, ya os lo
he dicho; yo soy aquel a quien buscáis; dejad a estos que sigan su camino.» A
estas palabras, los soldados cayeron por segunda vez con convulsiones
semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado de nuevo por los
apóstoles, exasperados contra él. Jesús les dijo a los soldados: «Levantaos», y
ellos lo hicieron, al principio mudos de terror. Cuando recuperaron el habla
conminaron a Judas a que les diera la señal convenida, pues tenían orden de
coger a aquel a quien él besara. Entonces Judas se acercó a Jesús y le dio un
beso, diciendo: «Maestro, yo te saludo.» Jesús le dijo: «Judas, ¿vendes al Hijo
del Hombre con un beso?» Entonces los soldados rodearon inmediatamente a Jesús
y los esbirros que se habían acercado lo sujetaron. Judas quiso huir, pero los
apóstoles no se lo permitieron; se abalanzaron sobre los soldados, gritando:
«Maestro, ¿debemos atacarlos con la espada?» Pedro, más impetuoso que los
otros, cogió la suya, y, sin esperar la respuesta de Jesús, se lanzó contra
Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que intentaba apartar a los apóstoles, y le
cortó la oreja derecha. Maleo cayó al suelo y siguió un gran tumulto.
Los esbirros querían atar a Jesús; los soldados
los rodeaban. Cuando Pedro hirió a Maleo, el resto de los soldados se
dispusieron a repeler el ataque de los discípulos que se acercaban, y a
perseguir a los que huían. Cuatro discípulos aparecieron a lo lejos, y parecían
dispuestos a intervenir, pero los soldados estaban todavía aterrorizados por su
última caída, y no se atrevían a alejarse y dejar a Jesús sin un cierto número
de hombres que lo vigilaran. Judas, que había huido tan pronto como dio el beso
de traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos que le
llenaron de insultos y reproches; pero los seis fariseos que venían detrás lo
liberaron, y él escapó mientras los cuatro esbirros se ocupaban de atar a
Nuestro Señor. En cuanto Pedro atacó a
Maleo, Jesús le había dicho en seguida: «Guarda tu espada en la vaina, pues el
que empuña la espada, por espada perecerá. ¿Crees tú que yo no puedo pedir a mi
Padre que me envíe dos legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las profecías
si lo que debe ser hecho no se hace?» Después dijo: «Dejadme curar a este
hombre.» Y acercándose a Maleo, tocó su oreja, rezó y se restituyó. Los
soldados estaban a su alrededor, con los esbirros y los seis fariseos, quienes,
lejos de conmoverse con el milagro, seguían insultándolo diciéndole a la tropa:
«Es un enviado del diablo. La oreja parecía cortada por sus brujerías, y por
sus mismas artimañas ahora parece pegada de nuevo.»
Entonces, Jesús, dirigiéndose a ellos, dijo:
«Habéis venido a cogerme como a un asesino, con armas y palos; todos los días
he estado predicando en el Templo y no me habéis prendido. Pero ésta es vuestra
hora, el poder de las tinieblas ha llegado.»
Los fariseos mandaron que lo atasen todavía
más fuerte y se burlaban de él diciéndole: «No has podido vencernos con tus
hechizos.» Jesús contestó, pero no recuerdo sus palabras; después de eso, los
discípulos huyeron. Los cuatro esbirros y los seis fariseos no cayeron cuando
los soldados fueron afectados por el ataque, porque, como luego me fue
revelado, estaban totalmente entregados al poder de Satanás, lo mismo que
Judas, que tampoco cayó aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que
cayeron y se levantaron llegaron a convertirse después en cristianos. Estos
soldados sólo habían rodeado a Jesús, pero no le habían puesto las manos
encima. Maleo se convirtió instantáneamente tras su curación, y durante la
Pasión sirvió de mensajero entre María y los otros amigos de Nuestro Señor.
Los esbirros ataron a Jesús con la brutalidad
de un verdugo. Eran paganos y de lo más bajo que se pueda imaginar. Eran
pequeños, robustos y muy ágiles; por el color de su piel y su complexión,
parecían esclavos egipcios; llevaban el cuello, los brazos y las piernas
desnudos. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cuerdas nuevas y muy
duras. Le ataron el puño derecho debajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo
debajo del codo derecho. Alrededor de la cintura le pusieron una especie de
cinturón con puntas de hierro, al cual le fijaron las manos con ramas de sauce;
al cuello le pusieron una especie de collar de puntas, del cual salían dos
correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban sujetas al
cinturón. De éste salían cuatro cuerdas con las cuales tiraban al Señor de un
lado y de otro de la manera más cruel. Todas las cuerdas eran nuevas y yo creo
que fueron compradas por los fariseos cuando acordaron arrestar a Jesús.
Encendieron las antorchas y la procesión se
puso en marcha. Diez soldados caminaban delante; les seguían los esbirros, que
iban tirando de Jesús por las cuerdas; detrás de ellos, los fariseos, que lo
llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban la marcha. Los
discípulos iban siguiéndolos a cierta distancia, dando gritos y fuera de sí por
la pena. Juan seguía de cerca a los últimos soldados, hasta que los fariseos,
viéndolo solo, ordenaron a los guardias que lo cogieran. Los soldados
obedecieron y corrieron hacia él; pero logró huir dejando entre sus manos la
prenda por la cual lo habían cogido. Se le habían quedado la sobretúnica, y no
le quedaba puesto más que una túnica interior, corta y sin mangas, y una banda
de lienzo que los judíos llevan ordinariamente alrededor del cuello, de la
cabeza y de los brazos. Los esbirros maltrataban a Jesús de la manera más
cruel, para adular bajamente a los seis fariseos, que estaban llenos de odio y
de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos por encima de las
piedras, por el lodo, e iban tirando de las cuerdas con toda su fuerza. En la
mano llevaban otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero
pega a la res que lleva a la carnicería. Acompañaban este cruel trato de
insultos tan innobles e indecentes, que no puedo repetirlos. Jesús estaba
descalzo; además de su túnica ordinaria llevaba una túnica de lana sin costuras
y una sobrevesta por encima. Cuando lo prendieron no recuerdo que presentasen
ninguna orden ni documento legal de arresto. Lo trataron como a una persona
fuera de la ley.
La comitiva avanzaba a buen paso. Cuando
abandonaron el camino que queda entre el huerto de los Olivos y el de
Getsemaní, torcieron a la derecha y pronto alcanzaron el puente sobre el
torrente de Cedrón. Jesús no había pasado por este puente al ir al huerto de
los Olivos, sino que tomó un camino que daba un rodeo por el valle de Josafat,
y conducía a otro puente más al sur. El de Cedrón era muy largo, porque se
extendía más allá de la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del
terreno. Antes de llegar a ese puente, vi como Jesús cayó dos veces en el
suelo, a causa de los violentos tirones que le daban. Pero cuando llegaron a la
mitad del puente dieron rienda suelta a sus brutales inclinaciones; empujaron a
Jesús con tal violencia que lo echaron desde allí al agua, diciéndole que
saciara su sed. Si Dios no lo hubiera protegido, la simple caída hubiera
bastado para matarlo. Cayó primero sobre sus rodillas y luego sobre su cara,
que pudo cubrirse con las manos que, si antes habían estado atadas, ahora
estaban libres. No sé si por milagro o porque los soldados habían cortado las
cuerdas antes de empujarlo al agua. La marca de sus rodillas, sus pies y sus
codos, quedó milagrosamente impresa en la piedra donde cayó, y esta marca fue
después un motivo de veneración para los cristianos. Esas piedras eran menos
duras que el corazón de los impíos hombres que rodeaban a Nuestro Señor, y les
tocó ser testigos de aquellos terribles momentos del Poder Divino.
No había visto beber a Jesús ni un trago, a
pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el huerto de los Olivos,
pero sí bebió entonces agua del Cedrón, cuando lo arrojaron en él, y entonces
lo oí repetirse estas proféticas palabras de los Salmos que dicen: «En el
camino beberá agua del torrente.» Los esbirros sujetaban siempre los cabos de
las cuerdas con las que Jesús estaba atado. Como no pudieron hacerle atravesar
el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, lo
hicieron volver atrás y lo arrastraron de nuevo hasta arriba, hasta el borde
del puente. Entonces, estos miserables lo hicieron caminar a empujones por él,
llenándolo de insultos. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se
pegaba a sus miembros, y apenas podía caminar. Al otro lado del puente, cayó
otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, pegándole con las cuerdas, y
ataron a su cintura los bordes de su túnica mojada en medio de los insultos más
infames. No era aún medianoche, cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón,
arrastrado inhumanamente por los cuatro esbirros por un estrecho sendero, lleno
de piedras, cardos y espinas. Los seis brutales fariseos caminaban tan cerca de
Él como podían, pinchándolo constantemente con la punta de sus bastones, y
viendo que los pies desnudos de Jesús eran desgarrados con las piedras o las
espinas, exclamaban con cruel ironía: «Su precursor, Juan Bautista, no le ha
preparado un buen camino», o bien: «Las palabras de Malaquías: "Enviaré a
mi ángel para prepararte el camino", no pueden aplicarse aquí», etcétera.
Y cada burla de ellos era como un estímulo para los esbirros, que incrementaban
entonces su crueldad.
Los enemigos de Jesús vieron sin embargo que
algunas personas iban apareciendo a la distancia, pues muchos discípulos se
habían juntado al enterarse de que su Maestro había sido arrestado, y querían
saber qué iba a pasar con Él. Ver a esa gente hacía sentir incómodos a los
fariseos, que, temiendo algún ataque para intentar rescatar a Jesús, dieron
voces para que les enviasen refuerzos. Vi salir de la puerta situada al
mediodía del Templo unos cincuenta soldados portando antorchas y al parecer
dispuestos a todo. El comportamiento de esos hombres era ofensivo; llegaban
dando fuertes gritos, tanto para anunciar que acudían como para felicitarse por
el éxito de la expedición. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, causaron
gran revuelo y entonces vi a Maleo y a algunos otros que acudían como para
felicitarse por el éxito de la expedición, aprovechar la confusión ocasionada
para escaparse al monte de los Olivos.
Cuando esta nueva tropa salió del arrabal de
Ofel por la puerta de Mediodía, vi a los discípulos que se habían ido juntando
a cierta distancia, dispersarse, unos hacia un lado y otros hacia otros. La
Santísima Virgen y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud,
fueron directamente al valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan, el hijo
de Marcos, el hijo de Verónica y el hijo de Simón. Este último se hallaba en
Getsemaní, con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido cuando aparecieron
los soldados. Estaba contándole a la Santísima Virgen lo que había pasado,
cuando las tropas de refresco se unieron a las que llevaban a Jesús, y ella oyó
sus gritos estridentes y vio las luces de las antorchas que portaban. Esa
visión fue superior a sus fuerzas y la Virgen perdió el sentido. Juan la llevó
a casa de María, la madre de Marcos.
Los cincuenta soldados eran un destacamento de
una tropa de trescientos hombres que ocupaban la puerta y las calles de Ofel,
pues el traidor Judas había dicho al Sumo Sacerdote que los habitantes de Ofel,
pobres obreros en su mayoría, eran seguidores de Jesús y que podía temerse de
ellos que intentaran libertarlo. El traidor sabía bien que Jesús había consolado,
predicado, socorrido y curado a un gran número de aquellos pobres obreros. La
mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se unieron a la
primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y
construyeron casas y levantaron tiendas para la comunidad, las situaron entre
Ofel y el monte de los Olivos, y allí vivió san Esteban.
Los pacíficos habitantes de Ofel fueron
despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a
las calles, para ver lo que sucedía. Pero los soldados los empujaban
brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso
profeta, ha sido apresado; el Sumo Sacerdote va a juzgarlo y será crucificado.»
Al oír eso no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y
mujeres, corrían aquí y allá llorando, o se ponían de rodillas con los brazos
abiertos y gritaban al cielo recordando la bondad de Jesús. Pero los soldados
los empujaban y los hacían entrar por fuerza en sus casas y no se cansaban de
injuriar a Jesús, diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del
pueblo». Sin embargo, no se atrevían a proceder con violencia, temiendo una
insurrección, y se contentaban con alejar a la gente del camino por el que
debía seguir Jesús.
Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía
al Salvador, se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo y
parecía no poder más. Entonces uno de los soldados, movido a compasión, dijo a
los otros: «Ya veis que este pobre hombre está exhausto y no puede con el peso
de las cadenas. Si hemos de conducirlo vivo al Sumo Sacerdote, aflojadle las
manos para que al menos pueda apoyarse cuando caiga.» La tropa se paró y los
esbirros le aflojaron las cuerdas; mientras tanto, un soldado compasivo le
trajo un poco de agua de una fuente cercana. Jesús le dio las gracias citando
un pasaje de un profeta, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil
injurias de parte de los fariseos. Vi a estos dos soldados de repente
iluminados por la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús e
inmediatamente se unieron a sus discípulos.
La procesión se puso en marcha de nuevo y
llegaron a la puerta de Ofel. Los soldados apenas podían contener a los hombres
y mujeres que se precipitaban por todas partes. Era un espectáculo doloroso ver
a Jesús pálido, desfigurado, lleno de heridas, con el cabello en desorden y la
túnica húmeda y manchada, arrastrado con cuerdas y empujado con palos como un
pobre animal al que llevan al matadero, entre esbirros sucios y medio desnudos
y soldados groseros e insolentes. En medio de la multitud afligida, los
habitantes de Ofel tendían hacia Él las manos que había curado de la parálisis
y con la voz que Él les había dado, suplicaban a los verdugos: «Soltad a ese
hombre, soltadle. ¿Quién nos consolará? ¿Quién curará nuestros males?»; y lo
seguían con los ojos llenos de lágrimas que le debían la luz.
Pero al llegar al valle, mucha gente de la
clase más baja del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos de
Nuestro Señor, se habían unido a la escolta, y maldecían e injuriaban a Jesús y
los ayudaban a empujar e insultar a los pacíficos habitantes de Ofel. La
escolta siguió bajando, y después pasó por una puerta abierta en la muralla;
dejaron a la derecha un gran edificio, restos de las obras de Salomón, y a la
izquierda el estanque de Betsaida; después se dirigieron al oeste siguiendo una
calle llamada Millo. Entonces torcieron un poco hacia Mediodía y, subiendo
hacia Sión, llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de
maltratar a Jesús. Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, se cayó
siete veces.
Los vecinos de Ofel, todavía consternados y
agobiados por la pena, cuando vieron a la Santísima Virgen que, acompañada por
las santas mujeres y algunos amigos se dirigía a casa de María, la madre de
Marcos, situada al pie de la montaña de Sión, redoblaron sus gritos y lamentos,
y se apretaron tanto alrededor de María, que casi la llevaban en volandas.
María estaba muda de dolor y no despegó los labios al llegar a casa de María,
madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, quien le contó lo que había visto
desde que Jesús salió del cenáculo. Después condujeron a la Virgen a casa de
Marta, que vivía cerca de Lázaro. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús a
distancia, corrieron a ver a algunos servidores del Sumo Sacerdote a quienes
Juan conocía, con idea de lograr así entrar en las salas del Tribunal adonde su
Maestro había sido conducido. Estos sirvientes, amigos de Juan, actuaban como
mensajeros, y debían ir casa por casa de los ancianos y otros miembros del
Consejo y avisarlos de que habían sido convocados. Deseaban ayudar a los dos
apóstoles, pero no se les ocurrió sino vestirlos con una capa igual a la suya y
que les ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en el
Tribunal disfrazados, del cual estaban echando a todo el mundo. Los apóstoles
se encargaron de convocar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien
intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de esta manera consiguieron
avisar a algunos amigos de su Maestro, que los fariseos por sí mismos no
hubieran convocado. Judas, mientras tanto, andaba errante, con el diablo a su
lado, como un insensato, por los barrancos de la parte sur de Jerusalén, donde
se vertían los escombros e inmundicias de la ciudad...
MEDIDAS QUE
TOMAN LOS ENEMIGOS DE JESÚS PARA LOGRAR SUS PROPÓSITOS
Anás y Caifás fueron informados en el acto del
prendimiento de Jesús y empezaron a disponerlo todo. En su casa reinaba gran
actividad. Las salas estaban iluminadas, las entradas con vigilantes, los
mensajeros corrían por la ciudad para convocar a los miembros del Consejo, a
los escribas y a todos los que debían tomar parte en el juicio. Muchos habían
estado aguardando en casa de Caifás el resultado. Los ancianos de los
diferentes estamentos acudieron también. Como los fariseos, saduceos y
herodianos de todo el país se habían congregado en Jerusalén con motivo de la
fiesta, y desde hacía largo tiempo se albergaban propósitos contra Jesús por
parte de todos ellos y del Gran Consejo, el Sumo Sacerdote convocó a los que
tenían más odio contra Nuestro Señor, con la orden de reunir y aportar todas
las pruebas y testimonios posibles para el momento del juicio. Todos estos
hombres, perversos y orgullosos, de Cafarnaum, Nazaret, Tirza, Gabara, etc., a
los cuales Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se
encontraban en ese momento en Jerusalén. Cada uno buscaba entre la gente de su
país, que había acudido a la fiesta, algunos que, por dinero, quisieran
presentarse como acusadores contra Jesús. Pero todo, excepto algunas evidentes
calumnias, se reducía a repetir las acusaciones que Jesús tantas veces había
rebatido en las sinagogas.
No
obstante, todos los enemigos de Jesús estaban llegando al
Tribunal
de Caifás, conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los que se
añadían muchos de los vendedores que Jesús echó del templo; muchos doctores
orgullosos a los cuales había dejado sin argumentos en presencia del pueblo y
algunos que no podían perdonarle el haberlos convencido de su error y llenado
de confusión. Había asimismo una gran cantidad de impenitentes pecadores a los
que él se había negado a curar, otros cuyos males habían vuelto a aquejar,
jóvenes que no habían sido aceptados como discípulos, avariciosos a los que
había exaltado con su generosidad; los defraudados en sus expectativas de un
reino terrenal, corruptores a cuyas víctimas Él había convertido, y, en fin,
todos los emisarios de Satán que por allí andaban. Esta escoria del pueblo
judío fue puesta en movimiento y excitada por algunos de los principales
enemigos de Jesús y acudía de todos lados al palacio de Caifás, para acusar
falsamente de todos los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, el que toma
sobre sí los pecados del mundo para su expiación.
Mientras esta turba impura se agitaba, mucha
gente piadosa y amigos de Jesús estaban desconcertados y afligidos, pues no
sabían el misterio que se iba a cumplir; andaban de aquí para allá, escuchaban
todo lo que se decía del Maestro y gemían de desesperación. Si hablaban, los
echaban; si callaban, los miraban de reojo; otros vacilaban y se
escandalizaban. El número de los que perseveraban era pequeño; caminaban
tristes y abatidos y sufrían en silencio. Entonces sucedía lo mismo que sucede
hoy: se quiere servir a Dios pero sin dificultades, en lo fácil, que la cruz
sea sostenida por otros.
Una vez acabados los preparativos de la
fiesta, la grande y densa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían
venido para la Pascua, se hallaban sumidos en el reposo tras las fatigas del
día, cuando la noticia del arresto de Jesús los despertó a todos, enemigos y
amigos, y por todos los puntos de la ciudad veíanse ponerse en movimiento a las
personas convocadas por los mensajeros del Sumo Sacerdote. Caminaban a la luz
de la luna o de sus antorchas por las calles desiertas a aquella hora, pues la
mayoría de las casas carecían de ventanas exteriores, y las aberturas y puertas
daban a un patio interior. Todos se dirigían directamente hacia Sión. Se oía
llamar a las puertas, para despertar a los que aún dormían; en muchos sitios se
producía alboroto, y mucha gente temió una insurrección. Los curiosos y los
criados estaban atentos a lo que pasaba para ir a contarlo en seguida a los
demás; el miedo a la revuelta hacía que se oyeran cerrar y atrancar muchas
puertas.
La mayoría de los apóstoles y discípulos,
llenos de terror, se movían por los valles que rodean Jerusalén y se escondían
en las grutas del monte de los Olivos. Temblaban al encontrarse, se pedían
noticias en voz baja, y el menor ruido interrumpía las conversaciones. Cambiaban
sin cesar de escondrijo y se acercaban tímidamente a la ciudad en busca de
noticias. Mucha gente clama contra
Jesús, muchos de los que más gritan han sido antes seguidores de Nuestro Señor,
pero estos hipócritas ahora lanzan acusaciones contra Él. El asunto es mucho
más serio de lo que en un principio parecía. Me gustaría saber cómo van a
arreglárselas Nicodemo y José de Arimatea, que, a causa de su amistad con el
Maestro y con Lázaro, no cuentan con la confianza del Sumo Sacerdote. Sin
embargo, todo vamos a verlo.
El ruido era cada vez mayor alrededor del
Tribunal de Caifás. Esta parte de la ciudad está inundada de luz de las
antorchas y las lámparas. Los soldados romanos no intervienen en nada de lo que
está pasando. No comprenden la excitación de la gente, pero han reforzado la
vigilancia y doblado las guardias.
Alrededor de Jerusalén se oían los berridos de
los muchos animales que los extranjeros habían traído para sacrificar.
Inspiraba una cierta compasión el balido de los innumerables corderos que
debían ser inmolados en el Templo al día siguiente. Uno solo iba a ser ofrecido
en sacrificio sin abrir la boca, semejante al cordero al que conducen al
matadero y no se resiste; el Cordero de Dios, puro y sin mancha; el verdadero
cordero pascual, el propio Jesucristo.
El cielo estaba oscuro y la luna, de aspecto
amenazador, se veía de color rojo; parecía ella también trastornada y temerosa
de llegar a su plenitud, pues Jesús iba a morir en este momento. Al sur de la
ciudad corre Judas Iscariote, torturado por su conciencia; solo, huyendo de su
sombra, impulsado por el demonio. El infierno está desatado y miles de malos
espíritus incitan por todas partes a los pecadores. La rabia de Satanás se
aplica a aumentar la carga del Cordero. Los ángeles oscilan entre la pena y la
alegría; quisieran postrarse ante el trono de Dios y obtener su permiso para
socorrer a Jesús, pero sólo pueden adorar el milagro de la Divina Justicia y de
la misericordia de Dios, que está en el cielo desde la eternidad y que ahora todo
debe cumplirse. Pues los ángeles, al igual que nosotros, también creen en Dios
Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único
Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, que nació de
Santa María Virgen; que esta noche padecerá bajo Poncio Pilatos; que mañana
será crucificado, muerto y sepultado; que subirá a los cielos, donde estará
sentado a la diestra de Dios Padre y que desde allí ha de venir a juzgar a los
vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia
católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección
de la carne y la vida eterna.
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