Lucifer daba la sensación de que él solo valía más que
todo el resto de las jerarquías angélicas. No era así, pero daba esa impresión.
Si uno se ponía detrás de él, como os he explicado con la Luna, uno a veces
tenía la idea fugaz de que él parecía Dios. Sé que os puede sonar blasfemo.
Pero si no atisbáis esto, difícilmente entenderéis cómo tantos se alinearon en
sus filas. Nosotros no éramos tontos. No éramos niños a los que se puede
engañar con un discurso de tres al cuarto. Os lo repito, si os poníais justo
detrás de él en una determinada posición: él parecía Dios. Sólo cuando te
movías y lo veías en comparación a Dios, entonces pensabas: ni siquiera él es
Dios.
Él fue el primero en surgir de Dios
hacia la oscuridad de la noche, por eso se le llamó Estrella de la Mañana. Pues
la Estrella de la Mañana es también la primera en aparecer en la oscuridad de
la noche. Y ésta fue la primera estrella que brilló en la noche de la Creación.
Después aparecieron todos los demás ángeles en el firmamento.
Lucifer significa también el que trae la luz. Y
verdaderamente él nos traía la luz, porque nos explicaba tan bien cómo era
El-que-es. Era placentero escucharle, porque Lucifer era bueno, amaba a Dios,
tenía buenos sentimientos y nos los compartía, sólo deseaba hacer el bien a los
demás. Vosotros habéis oído hablar de él sólo de cuando ya era malo. Pero no
fue siempre así. También él tuvo su historia. Una historia con muchos capítulos
de la que sólo sabéis su final.
él, lo que se corrompió. Su bondad,
su autoridad, su ascendiente eran completamente merecidos. Su boca habló de
Dios, como nadie lo había hecho nunca. Cierto que los ángeles más santos nos
explicaban a Dios de un modo más místico. Cierto que ellos nos revelaban
misterios de Dios que sólo se pueden conocer por la connaturalidad que produce
la santificación. Pero nadie explicó a Dios desde la mera inteligencia, como
Lucifer lo hizo. Theologus Maximus,
el teólogo máximo, ése era su sobrenombre. Su voz era una sinfonía. Su mirada
penetraba hasta increíbles profundidades de las simas de Dios.
Algunos entre nosotros eran Tronos, algunos eran
Príncipes. Lucifer era Tr Príncipe. Si
comprendierais cómo era esta obra maestra de Dios, entenderíais por qué Dios
mismo elogia su propia obra en el Libro de Job al hablar del Leviatán. Y es que
ni siquiera su pecado ha destruido la obra del Creador. Incluso en su pecado,
permaneció con su fuerza. Incluso en su pecado siguen brillando las joyas que
Dios engarzó sobre la superficie de su corona.
Como ya he mencionado, entre los ángeles-sacerdotes
había jerarquías. Lucifer era de la más alta jerarquía de los que ofrecían el
sacrificio de alabanza. Él era el Sumo Sacerdote. Él presentaba fielmente
nuestras oraciones ante Dios, nuestra alabanza. Antes he dicho que a él le
llevaban nuestras alabanzas y oraciones para que se las presentara a Dios, es
correcto, pero sería también adecuado afirmar que ese ángel sin igual era el
altar donde se depositaba ese incienso.
Lucifer era sabio, , sabiduría unida a la fuerza,
Trono de los Tronos, Príncipe de los Príncipes. Hay una afirmación que lo
resume todo: inferior sólo a Dios. Por supuesto que la distancia entre el
Absoluto y él era infinita. Pero recordad también que Lucifer estaba más
próximo a nosotros. Os parece imposible que algunos de nosotros cayeran,
teniendo enfrente a Dios. Pero recordad que era más fácil comprender a una
criatura, que no a la Trascendencia. El Fundamento Absoluto estaba velado por
las nubes de la trascendencia. Mientras que la criatura se nos mostraba como un
objeto más comprensible a nuestros entendimientos.
Por todo lo cual, algunos ángeles se excedían en su
admiración por él. Algunos espíritus iban más allá de lo razonable, de lo
justo, de lo adecuado. Pero eso no le afectó. Lucifer era recto y honrado.
Todas las glorias no sólo le respetábamos, sino que le queríamos. Era el espejo
de Dios. La omnipotencia de Dios se reflejaba en él. Ciertamente que un reflejo
no es igual a la realidad. Pero Dios Creador se reconocía a sí mismo en la
criatura. Lucifer había sido hecho a imagen y semejanza de Dios. También el
resto de las miríadas celestes, pero las criaturas somos muy dadas a idolatrar
lo que es finito.
Las palabras paternales del Fundamento Supremo le
advertían que se dejaba llevar por pensamientos mundanos. No es que pensara
cosas malas, no. Pero Lucifer se dispersaba en asuntos que enfriaban su
corazón. Sus propios proyectos intelectuales le quitaban tiempo de estar con
Dios. La comunicación con otros ángeles fue ocupando más y más tiempo del que
debería haber ocupado en la conversación con su Padre. De forma casi
imperceptible, su amor se fue enfriando.
No os equivoquéis: él no había cometido ni siquiera un
pecado venial. Pero sin darse cuenta su psicología fue cambiando. Se trató de
un cambio que estuvo muy oculto dentro de sí. Pero aunque nosotros no nos
apercibimos, Dios sí que le hablaba con frecuencia; y le advertía.
En Lucifer hubo
propósitos y recaídas en la tibieza. Momentos en los que se dijo con todas sus
fuerzas: debo amar más al que todo me lo ha dado. Seguidos de cada vez más
largos periodos, en los que consideraba que sus proyectos eran tan importantes,
que tenía que sacrificar (muy a su pesar) esos propósitos. Es que todo gravita sobre mí, se quejaba. Queja falsa, pues deseaba
que todo gravitase en él. Pues buscaba que todo se sustentase en él. Por
supuesto que de vida ascética nada. Los pequeños propósitos de mortificación,
quedaban muy lejos. Los tiempos de reclusión en sí mismo, de retiro, para
examinarse, no eran posibles para él. Yo,
a diferencia de otros, debo sacrificarme. Pero lo hago por el bien de ellos.
Lucifer no se apercibía, pero el bien de otros y su propio honor cada vez se
identificaban más, cada vez eran una sola y misma cosa. Lucifer se había
transformado en un ser volcado en lo externo.
Dios nos lo contó todo mucho después. Pero a través de
todas estas etapas, resultaba cada vez más evidente que hubo un acrecentamiento
de la propia consideración que Lucifer tenía de sí mismo. Pero todavía no hubo
ningún pecado. Aun así, Dios le habló tantas veces al corazón completamente a
solas, porque sabía que se acercaba el momento de la Revelación que iba a
realizar al mundo angélico. Y que Lucifer, lejos de prepararse mejor, había evolucionado
de forma que podían darse fracturas en su voluntad firme de servir a su
Creador.
De hecho, aunque nadie lo supo, el momento de la
Revelación se retrasó para que Lucifer creciera en humildad. Dios después nos
lo dijo. Varias veces retrasó ese momento. Varias veces le dijo que la
Revelación iba a suponer una gran prueba para él y que tenía que prepararse. Hijo mío, el viento y las tensiones van a
ser muy fuertes: tienes que prepararte. Lucifer, entonces, hacía una
profunda y solemne postración ante la Divinidad.
Sea cual sea
la prueba, deseo ser obediente a tus mandatos, contestaba. Ni siquiera te digo que te seré
perfectamente fiel. Tan solo te digo, que deseo ser fiel. Y protestaba esto
con todo su corazón, con sinceridad. Lucifer, entonces, no pensaba en un pecado
mortal. Sólo pensaba que, como mucho, podía caer en el pecado venial. El que
todo lo sabe, le miraba. Le miraba y callaba. Ya le había dicho, una y otra
vez, todo lo que tenía que decirle. Dios, finalmente, se encontró con dos
posibilidades: o seguir adelante con la prueba (a pesar de las ocultas
debilidades internas de Lucifer, que podían provocar fracturas en voluntad) o
quitarle el poder que tenía (con lo cual sí que consideraría que tenía una
razón para rebelarse, pues no le había sido infiel). La debilidad espiritual de
su hijo no le dejaba más que esas dos opciones. La decisión de Dios optó por
seguir adelante. Era lo más sabio.
Lucifer era libre y, aunque le costase, podía superar
sus propias tentaciones y ser fiel. Y aunque cayera, podía finalmente salir
airoso de la prueba sólo con manchas veniales. Si Lucifer se sobreponía,
saldría de la prueba más obediente, más humilde. Aun así, su Padre volvió a
retrasar el momento de la prueba. Volvería a aconsejarle, volvería a ofrecerle
más tiempo.
Pero llegó un momento en que hubo que pensar en todos
los ángeles y no sólo en la historia personal de uno de ellos, y llegó el
momento de la Revelación. Se hizo el silencio en los Cielos, el firmamento
calló, y Dios habló de un modo solemne.
Nos reveló que un día crearía un universo material.
Vimos la vida florecer en él. Nos dijo que crearía a la Humanidad. Aquello nos
llenó de alegría. El plan de Dios era algo que jamás se nos hubiera ocurrido:
¡materia! Nos sorprendió, hasta entonces sólo habían existido entidades
espirituales. No dijimos: ¿para qué? Simplemente, nos sorprendió.
Y entonces añadió que hasta ahora le habíamos adorado
a Él como Dios, pero que ahora nos pedía algo más difícil: que le adoráramos
hecho hombre. Dios se iba a hacer hombre, le debíamos adorar como Dios hecho
hombre. Jesucristo será su nombre. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad,
la cual para nosotros era un misterio, se revelaría a los humanos. Con una
ciencia infusa supimos, al momento, cómo sería la existencia de los humanos
sobre un mundo material que crearía para ellos. Se nos reveló qué implicaba ser
humano en sus líneas generales y en sus detalles.
Eso nos dejó a todos petrificados. Dios hecho hombre
iba a comer, a beber, a dormir, iba a ser picado por los mosquitos, a tropezar
y caer en el suelo, a ser amamantado como una cría de mamífero, si su pie
pisaba algo cortante, sangraría. Aquella Esfera que contenía infinitos mares de
luz, iba a reducirse al tamaño de una hormiga. Aquella Trascendente Pureza
Inmaculada iba a convertirse en algo que comería como un perro o un gato. Dios
se nos mostró bajo el Misterio de la Encarnación, y nos dijo: adoradme bajo
esta apariencia, adoradme bajo estos ropajes humanos.
Pero aquello era mucho más que una apariencia o que un
ropaje. Si se me permite una expresión, digamos, brutal, podríamos afirmar que la Luz de Luz se hizo carne.
No nos lo podíamos creer. Dios había cesado de hablar
y el silencio del Cielo continuó. Estábamos atónitos. Lo más grande reducido a
lo más pequeño. Lo más sublime, la Luz más pura, reducida a una masa de carne
sanguinolenta, luchando por respirar, cubierta de esputos, atormentada.
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