Señor mío y
Dios mío, creo firmemente que estás aquí,
que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia, te pido perdón por mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía inmaculada, San José mi padre y señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí.
Te doy
gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me
has comunicado en esta meditación; te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre
mía inmaculada, San José mi padre y señor, Ángel de mi guarda, interceded por
mí. ¿Dificultades?
La dificultad habitual de la oración es la distracción.
Salir a la caza de la
distracción es caer en sus redes; basta volver a concentrarse en la oración; la
distracción descubre al que ora aquello a lo que su corazón está apegado. Esta
toma de conciencia debe empujar al orante a ofrecerse al Señor para ser
purificado. El combate se decide cuando se elige a quién se desea servir (cf.
Mt 6, 21, 24). (Catecismo de la Iglesia Católica, 2729).
Te distraes
en la oración.- Procura evitar las distracciones, pero no te preocupes si, a
pesar de todo, sigues distraído. ¿No ves cómo, en la vida natural, hasta los
niños más discretos se entretienen y divierten con lo que les rodea, sin
atender muchas veces los razonamientos de su padre? – Esto no implica falta de
amor ni de respeto: es la miseria y pequeñez propia del hijo. Pues, mira: tú
eres un niño delante de Dios.
(San
Josemaría, Camino, 890).
Cuando hagas oración haz circular
las ideas inoportunas, como si fueras un guardia de tráfico: para eso tienes la
voluntad enérgica que te corresponde por tu vida de niño. – Detén, a veces,
aquel pensamiento para encomendar a los protagonistas del recuerdo inoportuno.
¡Hala! adelante… Así, hasta que dé la hora. – Cuando tu oración por este estilo
te parezca inútil, alégrate y cree que has sabido agradar a Jesús. (San
Josemaría, Camino, 891).
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