Quién ama a su prójimo, cumple todos los preceptos



«Quién ama a su prójimo, cumple todos los preceptos de la ley de Dios» (Rom., XIII, 8.). Para no juzgar mal de nadie, debemos siempre distinguir entre la acción y la intención que haya podido tener el sujeto al realizarla. Pensad siempre, para vosotros mismos: Tal vez no creía obrar mal al hacer aquello; quizá se había propuesto un buen fin, o bien se había engañado; ¿Quién sabe?, puede que sea ligereza y no malicia; a veces se obra irreflexiblemente, más, cuando vea claramente lo que ha hecho, a buen seguro se arrepentirá; Dios perdona fácilmente un gran de debilidad; puede que otro día sea un buen cristiano, un Santo...

San Ambrosio nos ofrece un admirable ejemplo, en el elogio que hace del emperador Valentiniano, diciéndonos que aquel príncipe no juzgaba nunca mal de nadie y que dilataba todo lo posible el castigo que a veces veíase obligado a imponer a los súbditos que habían delinquido. Cuando se trataba de jóvenes, atribuía sus faltas a la ligereza de la edad y a su poca experiencia. Si se trataba de ancianos, decía que la debilidad de la vejez y la naturaleza caduca podían servir de excusa; tal vez habían resistido mucho tiempo antes de obrar el mal, al cual seguramente había ya sucedido el arrepentimiento. Si eran personas constituidas en elevada dignidad, decíase a si mismo: ¡Ay!, nadie ignora que las dignidades son un gran peso que nos arrastra al mal; en cada momento se presenta ocasión de caer. Si eran simples particulares: Dios mío, decía, este pobre quizás ha obrado solamente por temor; tal vez ha sido para no desagradar a cierta persona a quién debía algún favor. Si eran pobres miserables: ¿Quién dudara de que la pobreza es algo muy duro de sufrir?. Será que ellos tenían necesidad de lo que han hurtado, a fin de no morir de hambre ellos o sus hijos; es posible que no se hayan decidido sino después de lamentarlo mucho, y aún con el ánimo de reparar el daño que causaban. Pero, cuando el caso era demasiado evidente y en manera alguna podía excusarlo: ¡Dios mío!, exclamaba, ¡cuan astuto es el demonio!.

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