Adorar y amar a Dios, es la más hermosa función del hombre acá en la tierra; ya que, por esta adoración, nos hacemos semejantes a los Ángeles y a los santos del cielo. ¡Dios mío!
¡cuanto honor y cuánta dicha para una criatura vil, representa la facultad de adorar y amar a un Dios tan grande, tan poderoso, tan amable y tan bienhechor!
Tengo para mi que Dios no debiera haber dado este precepto; bastaba con sufrirnos o tolerarnos postrados ante su santa presencia. ¡Un Dios, mandarnos que le amemos y le adoremos!... ¿Por que esto?. ¿Por ventura tiene Dios necesidad de nuestras oraciones y de nuestros actos de adoración? Decidme, ¿somos acaso nosotros quienes ponemos en su frente la aureola de gloria?
¿Somos nosotros quienes aumentamos su grandeza y su poder, cuando nos manda amarle bajo pena de castigos eternos?. ¡Ah vil nada, criatura indigna de tanta dicha, de la cual los mismos Ángeles, con ser tan santos, se reconocen infinitamente indignos y se postran temblando ante la divina presencia!. ¡Dios mío!, ¡cuan poco apreciados son del hombre una dicha y un privilegio tales!... Pero, no; no salgamos por eso de nuestra sencillez ordinaria. El pensamiento de que podemos amar y adorar a un Dios tan grande, se nos presenta tan por encima de nuestros méritos, que nos aparta de la vida sencilla. ¡Poder amar a Dios, adorarle y dirigir a Él nuestras oraciones!. ¡Dios mío, cuanta dicha!
¿Quién podrá jamás comprenderla?... Nuestros actos de adoración y toda nuestra amistad, nada añaden a la felicidad y gloria de Dios; pero Dios no quiere otra cosa que nuestra dicha acá en la tierra, y sabe que esta sólo se halla en el amor que por Él sintamos, sin que consigan jamás hallarla todos cuántos la busquen fuera de El. De manera que, al ordenarnos Dios que le amemos y adoremos, no hace más que forzarnos a ser felices. Veamos, pues, ahora: 1.º En que consiste esta adoración que a Dios debemos y que tan dichosos nos vuelve, y 2.° De que manera debemos rendirla a Dios Nuestro Señor.
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