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¿Queréis conocer el corazón de una persona? Oíd su conversación. El avaro habla solamente de los avaros, de los que engañan y cometen injusticias; el orgulloso no cosa de zarandear a los que quieren ostentar su mérito, que piensan tener mucho talento, que se alaban de lo que hicieron o de lo que dijeron. El impúdico no sabe sacar de su boca sino comentarios acerca de si fulano lleva mala vida, de si tiene relaciones con fulana echando a perder su reputación, etc., etc., pues sería muy largo entrar en detalles parecidos.
Si tuviésemos la dicha de estar libres del orgullo y de la envidia, nunca juzgaríamos a nadie, sino que nos contentaríamos con llorar nuestras miserias espirituales, orar por los pobres pecadores, y nada más, bien persuadidos de que Dios no nos pedirá cuenta de los actos de los demás, sino sólo de los nuestros. Por otra parte, ¿cómo atrevernos a juzgar y a condenar a nadie, aunque le hubiésemos visto cometer un pecado?. Nos dice San Agustín que aquel que ayer era un pecador, hoy puede ser un penitente. Al ver el mal que comete el prójimo, digamos a lo menos: ¡Ay!, si Dios no me hubiese concedido mayores gracias que a él, tal vez habría llegado aún más lejos. Si, el juicio temerario lleva necesariamente consigo la ruina y la perdida de la caridad cristiana. En efecto, en cuanto sospechamos que una persona se porta oral, dejamos ya de tener de ella la opinión que deberíamos tener. Además, no es a nosotros a quién los demás han de dar cuenta de su vida, sino solamente a Dios; lo contrario sería querer erigirnos en jueces de lo que no nos compete; los pecados de los demás a ellos deben interesar y los nuestros a nosotros. Dios no nos pedirá cuenta de lo que los otros hicieron, sino de lo que hicimos nosotros; cuidemos, pues, solamente de lo nuestro y en nada nos inquiete lo de los demás. Todo ello es trabajo perdido, hijo del orgullo que en nosotros anida, cómo anidaba en el corazón de aquel fariseo, muy ocupado en pensar y juzgar mal del prójimo, cuando debiera ocuparse de si propio y en gemir considerando lo miserable de su vida. Dejemos a un lado la conducta del prójimo y contentémonos con exclamar cómo David: «Dios mío, hacedme la gracia de conocerme tal cual soy; para que así sepa en que os he podido desagradar, pueda enmendarme, arrepentirme y alcanzar el perdón». En tanto una persona se entretendrá en examinar la conducta de los demás, en tanto dejara de conocerse a si propia, y no será agradable a Dios, esto es, se portara cual un obstinado orgulloso.
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